Había pedido cita en la peluquería porque quería cortarme el pelo. Al rape. No me digan que eso no es noticia: si lo personal es político, lo capilar ni les cuento. Tampoco es casualidad que haya sido en primavera, esa estación en la que te ... entran ganas de cambiar de peinado, de ropa, de casa, de pareja, de vida. Porque hay ansiedad, y mucha. La que está en el aire y te distorsiona, y te tortura, y te ataca cuando compruebas que los días son más largos, pero sigues sin saber exactamente qué hacer con ellos y con su luz, excepto lo de siempre.

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El jueves, con el corazón corcoveándome en medio de la tarde, me puse los cascos y me tiré a la calle para intentar domarlo a base de pasos rápidos, militares de tan enérgicos. Eché a andar por el camino habitual pero, de repente, el camino me pareció aburrido, la lista de Spotify me pareció aburrida, y la ciudad, y los escaparates, y los coches. Intenté ir por otro lado, pero ¿hacia dónde? Estamos tan acostumbrados a tener un rumbo que ya no somos capaces de perdernos.

Entonces vi al tipo. Vestido de negro, alto y con gafas, lucía una calva perfecta, brillante. «Que decida por mí», pensé, y empecé a caminar detrás de él convertida en una loca que sigue a desconocidos por la calle. Supuse que se dirigiría a su domicilio pero, tras recorrer cuatro o cinco manzanas, se metió en un callejón, se paró delante de una pequeña puerta de acero, dio tres golpes, dijo «los tipos que fuman puro tienen cara de canguro», se abrió la puerta y entró. Me quedé allí parada, estupefacta. Al cabo de unos minutos volví a casa, anulé la cita en la peluquería y busqué mis Mortadelos. Mira, mejor que un ansiolítico. Y que ya sé qué hacer en estas tardes inquietas. El pelo, ni tocarlo.

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