Durante los últimos años, solo he asistido a las bodas del ¡Hola!, cuché mediante. Son un entretenimiento variado, que igual cae el bodón cortijero de un torero que el tercero de una famosa por lo civil que el de una pija con pedigrí a la ... que cruzan con otro de la misma especie.

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Pero, hace poco, me tocó estar en un casorio de cuerpo presente, que diría Kiko Hernández. Todo ideal: los novios monísimos, la ceremonia perfecta, el convite pantagruélico, el padrino reventón, la madrina elegante y los invitados pintones. Hasta que llegó la fiesta y el dj comenzó a pinchar. Y ahí me quedé, sentada en una silla y sintiendo cómo la música de una generación nueva me atropellaba cual tranvía desbocado.

El dj puso música del gusto de los novios y sus colegas, faltaría más. Lo malo es que mi reino es de este mundo, pero no de este tiempo: a pesar de abrirme bien de orejas, no conocía ni un tema. Bueno, uno sí: el 'Ave María'. El de Schubert no, el de Bisbal. Una canción que hace veinte años me provocaba un mohín de disgusto fue la única que consiguió que despegara el culo del asiento. Quién me lo iba a decir.

Cuando terminó, volví a mi silla. Y una, que ha desgastado suela en muchos bares y se ha hidratado en muchas barras, se encontró transmutada en esa señora que se queda en una esquina abanicándose y viendo cómo los pimpollos (qué caras tersas, qué cuerpos torneados, qué esplendor en la pista) se entregan al frenesí bailongo y reguetonero. Señalaba Jorge Drexler que nuestra generación le tiene el mismo miedo al reguetón que nuestros abuelos le tenían al rock&roll. Será eso. Pero también te digo que si el dj llega a pinchar 'Paquito el chocolatero' le planto un beso en los morros. Así estamos.

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