Una 'tiktoker' alemana que vive en Barcelona ha grabado a unos chavales cantando y bailando en el metro al son de un saxofonista. Fascinada por los minutos musicales, la muy bávara ha extraído la conclusión de que los españoles son la gente más feliz. O ... sea, usted y yo, y el vecino, y el panadero, y el albañil que me atormenta con la obra de la casa de al lado. Vaya. Lástima que el 'ranking' anual que mide la felicidad por países le lleve la contraria a la muchacha: estamos en el puesto 32.

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No es lo mismo ser feliz que estar alegre. De hecho, se puede ser alegremente infeliz. Que se lo digan al del estanco, que está mejor cuando está peor, que saluda a cada nueva plepa con entusiasmo porque así puede darle la turra a los clientes con sus males, que interrumpe a todo aquel que se queja de algún achaque con un «lo mío sí que es gordo».

También se puede estar alegremente cabreado: conozco a un viejo votante de izquierdas que se levanta escuchando a Jiménez Losantos. No es que quiera confrontar su opinión con otra distinta a la suya; es que le va la marcha y Federico le pone como una moto. «Mejor que el ginseng», dice. A ciertas edades, puede que cabrearte a la hora del desayuno sea la única señal de que sigues vivo.

«La felicidad es la tranquilidad», afirmó Luis Mateo Díez tras la concesión del Cervantes. Parece el eslogan de una compañía de seguros, pero lleva razón. Luego añadió que el Cervantes redundaba en su tranquilidad. Hombre, normal. Para el resto de los mortales no premiados, la tranquilidad es una mañana en la que el sol se desparrama en las cortinas, el corazón no anda desbocado en la garganta y la casa está en silencio. Qué pena que dure tan poco: el albañil ya está con la radial.

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