Cada vez que le veo le doy un abrazo. Sé que lo odia, y por eso le echo las manos al cuello, por el mero placer de sentir cómo se azora y se convierte en una anguila loca que intenta escurrirse. Tampoco es que a ... mí me guste mucho la expresión pública del afecto, pero la suya se reduce a ese abrazo masculino de palmaditas en la espalda entre antiguos compañeros del instituto, ese de «hey, tío, qué pasa, cuánto tiempo», ese que se da dejando una prudente distancia de seguridad que impide que los huecos se rellenen porque los cuerpos no terminan de acoplarse. Deduzco que el pasado lunes, Día Internacional del Abrazo, mi colega se encerró en casa y no le abrió ni a la guardia civil.

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Hay más gente que no abraza, pero porque ni siquiera sabe que necesita hacerlo; gente a la que se le acumula el cariño dentro porque no encuentra a quién regalárselo, y ahí lo deja, abandonado en el fondo del armario de la cocina junto a los turrones del año anterior. Pero, un día, alguien le dice una frase cursi, burda, de carpeta de adolescente, y la frase abre la puerta del armario y el cariño se desparrama por la cocina ahogando hasta a la sensatez y se enamora como un burro, como una perra, como todos los machos y las hembras del Arca de Noé, y por las mañanas le dice a ese alguien que le va a ayudar en todo lo que le haga falta porque puede ver su sufrimiento con la misma claridad con la que él ve «esa increíble belleza con la que Dios te creó», y por las noches sueña con besar a ese alguien, y enroscar sus rizos en los dedos, y abrazarle, y que en ese abrazo encajen sus cuerpos y, con ellos, el mundo. Un abrazo, su simple promesa, es una salida de emergencia. Y eso explica mucho, todo.

Un abrazo.

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