«Más se unen los hombres para compartir un mismo odio que un mismo amor». Lo decía Jacinto Benavente y lo confirma una aplicación de ligoteo llamada Hater. En ella no te defines a través de tus gustos, sino a través de tus odios, que ... del odio al amor hay un «match» y que odiar pegados es odiar. Acabáramos. Yo me creía que para eso ya estaba Twitter.

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El odio es una buena base para una relación. O para un partido político. O para fundar los cimientos de un Estado. O para mantenerlo unido. El pegamento de nuestro país es el odio a Ryanair, pero no paramos de volar; sí, también nos hermanan nuestras incoherencias. En Norteamérica, los odios se dividen por Estados: en Nevada sienten aversión por el feminismo, y en Dakota del Norte no soportan las tapas. Ya sé a dónde no voy a ir de vacaciones. Mejor me largo a Montana, que allí aborrecen el gimnasio. Como yo. Es una de las pocas cosas que odio. Eso y la tortilla de patatas sin cuajar. El resto son cuestiones sin importancia, meros aborrecimientos, que para odiar a lo grande, con fuste, hay que tener constancia y fuerza de voluntad; a los odios hay que dedicarles tiempo y mimo, y macerarlos en hiel, resentimiento y autocompasión. Será por eso por lo que ya no hay odios como los de antes, de los que hacen época, como el que sentía Gore Vidal por Truman Capote, al que odiaba «como se puede odiar a un animal repugnante que se le ha metido a uno en casa». Ahora son odios de usar y tirar, de calentar el ambiente, destinados a conseguir el retuiteo desde el sofá. Odios bengala. No es que todo sea político, es que todo es politizable. Y, por tanto, odiable. Como que te llamen por teléfono a la hora de la siesta. Eso sí que es lo peor.

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