Las personas vergonzosas siempre tememos hacer el ridículo. El sábado se me enganchó el cordón de la zapatilla en una escalera mecánica y a punto estuve de dar con la nariz en el suelo. Además de verme un poco Isadora Duncan y su pañuelo, pero ... más torpe, claro que pensé en si me habría visto alguien. Me tiene obsesionada la imagen de Laura García-Caro, la marchadora que perdió la medalla de bronce de los 20 kilómetros en el Europeo de Roma. Levantaba los brazos celebrando el bronce antes de llegar cuando la adelantó la ucraniana Lyudmila Olyanovska en la misma línea de meta. Tierra trágame y vomítame a la altura de Nueza Zelanda. La cara que se te queda.
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Como la cara de aquella que celebró la independencia de Cataluña e inmediatamente tuvo la decepción. He aprendido a no dejarme los cordones largos (que no estaban ni sueltos). Yo, como Tallulah Bankhead cuando se arrodillaba en su camerino y rezaba: «Querido Dios, no dejes que haga el ridículo».
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