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Pedro Sánchez tiene razón en alertar sobre la gran cantidad de bulos, ataques personales e insultos que llenan Internet y las redes sociales, que están emponzoñando la política española. Es verdad que lo podía haber hecho antes, porque este es un problema que ha afectado ... a otros muchos antes que a él. Y también es verdad que lo podía haber hecho de otra manera, sin tanta teatralización, porque tener en vilo durante cinco agónicos días a sus compañeros de Gobierno y de partido y, con ellos, a todo el país, ha sido excesivo. Además, si quería dar una imagen de apuesta por la transparencia, debería haber comparecido ante la prensa, no en una intervención sin preguntas.
Su denuncia, por tanto, es pertinente, porque alude a un problema cada vez más preocupante que, lamentablemente, va a ir a más si no se pone remedio. Pero el debate ahora es saber con precisión qué medidas adoptar. Y es aquí donde se ha abierto la caja de Pandora. Una más, por si teníamos pocas abiertas.
Recuerdo a un profesor de la universidad que nos decía que cualquier gobernante, por muy democrático que sea, siempre tiene la tentación de controlar a la prensa y que para ello busca cualquier excusa. Y esto es precisamente lo que debería evitar Pedro Sánchez. Ya hay quien, desde la oposición, está poniendo el grito en el cielo anunciando que su objetivo es dar un golpe de Estado para acabar con todos los medios críticos, cargándose así la libertad de expresión. Creo que estos argumentos están fuera de lugar y convendría hacer un llamamiento a la mesura, porque de las palabras de Sánchez no puede inferirse eso, sabiendo además que la Unión Europea no lo permitiría.
Pero para disipar cualquier duda, el PSOE y, sobre todo, sus socios, deberían ser más cuidadosos también con los argumentos que están difundiendo. Por ejemplo, si quieren ser objetivos tendrían que reconocer que las prácticas desinformadoras y los ataques a las familias de los políticos no les afectan únicamente a ellos. Además, deberían evitar hablar de unos medios buenos y otros malos estableciendo el límite únicamente en si son afines o críticos con el Gobierno, deslizando incluso la peligrosa idea de que criticar al ejecutivo supone ir en contra de la democracia y que poco menos que la mitad de los periodistas y de los medios de este país son fascistas. Nada bueno podría salir con estas premisas.
Luchar contra la desinformación y contra los bulos es un problema de Estado, no de uno u otro gobierno o de una u otra ideología. La Unión Europea ha situado este asunto como la mayor amenaza que tenemos ahora mismo en nuestro continente y es verdad que, en la mayor parte de los casos, quien está detrás de estas campañas es la ultraderecha. Por eso, lo deseable sería que este debate sobre las medidas a adoptar se afrontara con el mayor consenso político posible, incluyendo también a los propios periodistas, a los medios y a los responsables de las redes sociales, que son el principal canal de difusión de la desinformación.
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