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Conocí a Francisco y a Juana hace tres décadas, cuando tenían 99 y 96 años. Yo era entonces un joven periodista en prácticas que buscaba hacer un reportaje sobre los últimos habitantes de un pequeño pueblo de la sierra riojana. En televisión triunfaba esos días ... un anuncio (seguro que lo recuerdan) en el que Javier García, un cabrero de una aldea despoblada de Guadalajara, desconectado del mundo, se preguntaba aquello de «¿Y el Madrid, qué, otra vez campeón de Europa?». El éxito del anuncio hizo que los periodistas nos volviéramos locos buscando abuelos como el bueno de Javier. Había pasado lo mismo unos años antes tras la publicación de la novela 'El disputado voto del señor Cayo'de Delibes. Así somos en esta profesión, explotamos un tema de repente y, luego, nos olvidamos de él a la misma velocidad.
Me costó bastante encontrar el pueblo. No había señalización que indicara cómo llegar y, para acceder a él, había que recorrer unos diez kilómetros por un camino lleno de baches y piedras. Vivían en la única casa que aún permanecía en pie. Hasta la iglesia se había venido abajo; esa iglesia en la que se casaron y en la que habían bautizado a sus dos hijos, que ahora residían en la capital.
Encontré a Francisco sentado a la puerta de su casa. Se sorprendió bastante al verme y más aún cuando le expliqué por qué estaba allí. En seguida salió Juana, que estaba terminando de fregar, y me invitaron a un café. No tenían agua corriente (la cogían de un pozo en la huerta) y la electricidad la conseguían a través de un pequeño generador. Me hablaron de su vida, de cómo el pueblo se había ido quedando vacío, de cómo las casas se iban desmoronando invierno tras invierno. Sus hijos les insistían en marcharse, pero ellos se negaban. A pesar de los rigores y de la soledad, aquel era su pueblo y vivían felices con lo que tenían.
Tras estar un buen rato con ellos, llegó precisamente uno de sus hijos con un buen cargamento de comida. Fue muy cordial conmigo, pero me pidió por favor que no diera a conocer la historia de sus padres. Tenía miedo de que algún desaprensivo fuera hasta allí y les hiciera daño. Y es así como el reportaje se frustró antes incluso de ser escrito.
Me he acordado muchas veces de Francisco y de Juana. Sé que, cuando él murió, ella se fue a vivir con sus hijos. Y el pueblo quedó definitivamente vacío. Como otros muchos, más de 60 en La Rioja, más de 3.000 en toda España. Algunos de ellos se están recuperando, pero otros han sucumbido definitivamente a la maleza y el abandono. Y da pena pensar en los que pueden seguir este camino en un próximo futuro. En La Rioja, uno de cada tres pueblos tiene menos de 100 habitantes y hay una treintena con menos de 50. Pueblos en los que seguro viven otros Franciscos y Juanas, y en los que, más pronto que tarde, cerrarán las puertas de las últimas casas habitadas y, con ellas, el recuerdo difuso de lo que un día fueron y nunca volverán a ser.
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