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Les he prometido a mis amigos Iñaki y Yoli que iba a dedicarles esta columna. Desde hace un tiempo, ambos forman parte de esos batallones de padres y madres que, al llegar las fiestas de verano, tienen que ponerse el despertador a las cuatro o ... las cinco de la mañana para recoger a sus hijos en el pueblo de turno tras finalizar la verbena. Es una rutina estival más, como tomar el aperitivo en el bar del pueblo, hacer una buena chuletada al sarmiento o echarse una siesta al fresco. A mí todavía no me ha tocado, pero me tocará en breve. Y me convertiré así en uno de esos sufridos y abnegados padres que, por comodidad de sus hijos pero, sobre todo, por su propia tranquilidad, ejercerá como taxista nocturno por las carreteras de La Rioja.
Yo también fui a verbenas cuando era joven. Pero, en mi época, los progenitores no llevaban incorporado el servicio de transporte a domicilio. En la mayor parte de los casos, íbamos a las fiestas en bici o andando. Y también hicimos mucho autostop. Con los años, nuestras madres nos acabarían confesando que no pegaban ojo hasta que llegábamos a casa. Y, ahora, siendo padre, las entiendo perfectamente. Sobre todo pensando en cómo éramos capaces de meternos nueve en un coche de cinco plazas con conductores que harían estallar el alcoholímetro aun sin soplar, con solo rozar los labios.
Eran otros tiempos (típica frase que repetimos los que nos hacemos mayores). Quiero pensar que entonces no había la percepción de riesgo que hay hoy día, aunque los riesgos siempre han estado ahí. Pero es verdad que todo se ha acelerado. Porque los jóvenes empiezan a frecuentar las verbenas bastante antes, se inician en el consumo de alcohol a los 14 años de media, a los 14,7 tienen su primera borrachera y a los 15 mantienen sus primeras relaciones sexuales completas.
¿Son los chavales de esta edad suficientemente maduros para irrumpir en la vida adulta de una manera tan temprana? No soy sociólogo ni psicólogo, pero en mi condición de padre me asaltan las dudas. Lo mismo que con el hecho de que tengan su primer móvil a los 9 años y se pasen horas y horas absorbidos por las pantallas. Las sociedades cambian y, por eso, no siempre es bueno comparar lo que hicimos nosotros con lo que hacen ahora nuestros hijos, aunque hay ya numerosas voces que empiezan a alertar de las consecuencias que esta precocidad sin control puede acarrear en la vida futura de los niños y niñas actuales. Pero, por encima de todo esto, sentimentalmente hay una cosa que me da más pena. Yo miro a mis hijos de 12 y 10 años y los sigo viendo felizmente niños, aunque empiecen a asomar a borbotones síntomas cada vez más claros de la preadolescencia. En breve, antes incluso de que quiera darme cuenta, se habrán convertido ya en jóvenes, dando por terminada esa etapa maravillosa de la infancia, una etapa que la sociedad actual se ha empeñado en que dure cada vez menos.
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