Hace unos días tuve que hacer un viaje en tren. Estaba ya sentado cuando apareció por el pasillo una chica de unos 30 años con una maleta muy grande. Intentó cogerla para subirla al compartimento superior y vi que le costaba bastante, así que, educadamente, ... me levanté y me ofrecí a ayudarla. La chica me fulminó con la mirada. «No, gracias», me dijo. Y añadió: «Eso es micromachismo, ¿sabe?».

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Me quedé de piedra. Quizá tenía que haberle respondido, pero me di la vuelta y me volví a mi asiento. Cogí el móvil y me puse a buscar si el hecho de que un hombre se ofrezca a ayudar a una mujer a subir una maleta era un gesto machista. Y, efectivamente, me salieron varias páginas en las que se denunciaba que actitudes de esta naturaleza eran un vestigio de ese heteropatriarcado que hay que eliminar a gorrazos de nuestra sociedad.

Pero aprendí más. Por ejemplo, que no puedo cederles el paso a la entrada o salida de un lugar o en un asiento en transporte público, que no está bien que les invite en una comida, que no debo decirle a una compañera de trabajo «qué guapa estás hoy» o que no puedo dar dos besos cuando me presentan a una mujer, sino estrecharle la mano.

Como hombre, no me cuesta reconocer que mucha de la culpa de que hayamos llegado a esto la hemos tenido nosotros mismos. Porque es una realidad que en el mundo laboral, pero también en otros muchos ámbitos, empezando por el familiar, hemos convivido durante años con actitudes que venían una y otra vez a subrayar la superioridad masculina y la inferioridad femenina. Mejores trabajos, mejores sueldos, más posibilidades de ascenso… Por no hablar de comentarios y actitudes que eran absolutamente impropias, como esos jefes de los años 60, 70 ó 80 que daban palmaditas en el trasero a las secretarias. Por no decir cosas más graves.

Era otro tiempo, dirán algunos. Un tiempo que, afortunadamente, va quedando atrás. En este sentido, hacemos muy bien como sociedad en tratar de acabar con determinados clichés. Pero me entra aquí la duda de dónde ponemos el límite. Y vuelvo al ejemplo de la maleta. Porque hay cosas que hemos aprendido desde niños como normas de buena educación que ahora, de repente, han dejado de serlo. Pero, mientras ponemos el foco en estos pequeños gestos, lo que me asombra es que sigamos permitiendo cosas que fomentan entre nuestros jóvenes un machismo rancio y asqueroso sin que nadie ponga el grito en el cielo. Por ejemplo, las canciones de reguetón, el impacto de las redes sociales sobre las niñas y adolescentes, la prostitución encubierta detrás de aplicaciones como Onlyfans o de fenómenos como los 'sugar daddies' o el hecho de que los chavales controlen cómo se visten o con quién hablan sus chicas. La lucha contra el machismo tiene hoy su principal foco entre la juventud, donde se están viendo comportamientos que pensábamos que eran ya cosa del pasado y que, sin embargo, están cada vez más normalizados.

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