Resulta difícil no conmocionarse ante el asesinato del niño Mateo en el municipio toledano de Mocejón. Pienso en esos padres, cuyas vidas se han roto para siempre, y trato de ponerme en su lugar, aunque eso sea imposible. Solo quienes han perdido a un hijo, ... y más en circunstancias trágicas, como pasó también en el caso del pequeño Álex en Lardero, sabrán lo que supone este trance: la pena, el recuerdo constante y ese duelo incurable que les acompañará durante el resto de sus vidas.
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La familia de Mateo merecía estos días el cariño y la solidaridad de todos los españoles. Y, en gran medida, ha sido así. Pero su drama ha sacado también lo peor de nuestra sociedad. Porque ha habido quienes, desde el altavoz inmisericorde de las redes sociales, han tratado de instrumentalizar su tragedia para fomentar el odio y la xenofobia. Sin ninguna prueba y sin respetar el dolor de la familia y de todo el pueblo, se han dedicado a expandir bulos y falsedades acerca de la autoría del crimen, asociándola a los inmigrantes. En su ceguedad, han llegado incluso a atacar a la propia familia cuando esta pidió que no se criminalizara a ningún colectivo antes de que la policía detuviera al culpable. A cualquiera con un mínimo de humanidad, esto debería producirle asco.
Estamos en una democracia, en la que cualquier persona o partido puede defender la necesidad de controlar las fronteras o de alertar, según su visión, de los riesgos que la inmigración irregular puede estar provocando para nuestra seguridad. Pero una cosa es la legítima defensa de unas ideas y otra bien distinta, y muy peligrosa, es hacerlo mintiendo, difamando, sembrando el miedo injustificado y utilizando esta tragedia para tratar de legitimar su causa, sin importarles el daño que pueden provocar o la crispación que pueden estar generando en la sociedad. Eso es lo que hemos visto estos días. Y ni siquiera han pedido perdón tras comprobarse que todas sus profecías eran inciertas.
Pienso en la familia de Mateo y me gustaría pedirles perdón por este lamentable espectáculo. Pero pienso también en los padres del asesino confeso, ese joven de 20 años con una minusvalía psíquica del 75% que será recordado ya para siempre como un monstruo. Ellos vivirán igualmente toda su vida con el sentimiento de culpa y serán señalados allá donde vayan.
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Y finalmente, no dejo de preguntarme, como lo hice en el caso de Lardero, en qué hemos fallado y si estas muertes podrían haberse evitado. En aquel caso, porque resultó difícil de entender que un asesino condenado por la justicia saliera a la calle con informes que alertaban de que era muy probable que reincidiera. Y en este, porque quizá Mateo seguiría vivo si alguien hubiera detectado a tiempo los posibles trastornos mentales del asesino y este hubiera recibido el tratamiento adecuado. Ahora ya es tarde, pero tras la indignación, la tristeza y la rabia de estos días, deberíamos plantearnos cómo tratar de prevenir estos casos en el futuro.
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