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Aunque parezca mentira, se cumplen ya cuatro años del inicio de la pandemia. En aquellos primeros días de marzo de 2020 aún no éramos capaces de intuir, ni siquiera remotamente, lo que estaba a punto de sucedernos. El confinamiento, la angustia, la incertidumbre de no ... adivinar el final... Y también la muerte, aunque durante un tiempo estuvimos más pendientes de hacer bizcochos que de darnos cuenta de lo que ocurría en los hospitales y, sobre todo, en las residencias de mayores. Porque estas vivieron el peor momento de su historia y la sociedad española no ha reconocido aún suficientemente los enormes errores que se cometieron con ellas y el injusto tratamiento que se las dio.
Empecemos por los errores. En las residencias vivía la población más vulnerable y, a pesar de ello, tuvieron que enfrentarse a la pandemia sin casi ninguna ayuda. Primero, porque no se las dotó de material (mascarillas, guantes, batas...). Es verdad que en ese momento era tremendamente difícil encontrarlo, pero se priorizó su uso en hospitales y apenas llegó a los centros de mayores. Segundo, porque las medidas de contención se tomaron demasiado tarde. Desde hacía semanas se sabía lo que estaba pasando en Italia y, a pesar de eso, no se decretó la suspensión de visitas hasta el último momento. En muchos casos, el virus ya estaba dentro, por muchas fumigaciones y sectorizaciones que se quisieron hacer a toda prisa. Tercero, porque los mayores fueron discriminados en el acceso a los hospitales y muchos de ellos murieron sin la posibilidad de ser atendidos. Y cuarto, porque tampoco se las suministró de medicamentos ni hubo apenas seguimiento médico para ellas.
Pero, siendo muchos los errores, quizá fue aún más grave el injusto tratamiento que la sociedad dio a las residencias esos días. Medios que se afanaban en buscar muertos en residencias, ministras sembrando la alarma al decir que en estos centros se «acumulaban» cadáveres, políticos de uno y otro signo responsabilizando a las residencias del drama o culpándose mutuamente del desastre, desviando así sus propias responsabilidades y no siendo capaces de afrontar con seriedad lo que estaba ocurriendo. Ataques y más ataques. Culpas y más culpas.
¿Alguien se paró a preguntar por qué había muertos? ¿Alguien alzó la voz contra el abandono de las residencias? ¿Alguien le explicó a esa ministra que las funerarias no acudían a recoger los cadáveres? ¿Alguien se acordaba a las ocho de la tarde, a la hora de los aplausos, de los trabajadores de las residencias? Es muy triste decirlo, pero casi nadie. Y esto terminó por hundir a esos profesionales. Gente que, exponiendo su vida, sin ninguna protección, no dejó ni un momento de estar con los mayores a los que atendían. Mayores con los que llevaban mucho tiempo conviviendo, que conocían y que querían, y a los que no dejaron de acompañar en ningún momento. En muchos casos, hasta el final.
Ojalá nunca volvamos a vivir algo así. Pero, si llega el día, que no caigamos de nuevo en los mismos errores.
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