Donald Trump ha ganado las elecciones con mayor holgura de lo previsto. Es una magnífica noticia para ciertos autócratas como Putin o Kim Jong-un, anarcocapitalistas como Milei o Ayuso y un desenfrenado belicista como Netanyahu. Su victoria impacta cual meteorito en el convulso tablero ... internacional. Viene a refrendar la invasión de Ucrania y la enloquecida espiral bélica del primer ministro israelí. Sus aranceles proteccionistas desestabilizarán la economía mundial y perjudicarán severamente a una Unión Europea que ya sufre una marcada deriva hacia el neofascismo.
Nos hemos ahorrado la reacción de sus partidarios más fanatizados, quienes suscribieron la tesis trumpista del fraude y sintieron que les habían birlado las pasadas elecciones. Si fueron capaces de asaltar el Capitolio, cuesta imaginar los niveles de violencia que se hubieran podido alcanzar en un país donde cada casa cuenta con un copioso arsenal doméstico. Kamala Harris hubiera heredado un país completamente polarizado.
En realidad, Trump ya había ganado de antemano, al ser capaz de repetir como candidato del partido republicano pese a una trayectoria pública plagada de serios problemas con la justicia que podrían desaparecer con un indulto presidencial sin precedentes. Supo erigir lo que podríamos denominar el imperio de la estulticia, cultivando con auténtica maestría el arte de consagrar la estupidez mediante consignas que se reiteran hasta la saciedad y que no tienen razón de ser. Sus barbaridades parecen dignas del guion de un mal humorista, pero no tienen ninguna gracia en boca de quien oficiará de nuevo como primer mandatario mundial, tras haber demostrado sobradamente su incompetencia para desempeñar el cargo.
Para colmo, contará con un poder sin contrapesos, al tener mayoría en la Cámara de representantes, el Senado y un Tribunal Supremo hecho a su medida en su anterior presidencia. Es un duro golpe para el sistema democrático, que no ha sabido preservarse de quien decide utilizarlo como un mero instrumento para conquistar el poder.
Con todo, su mayor logro es haber creado escuela, puesto que tiene franquicias a lo largo y ancho del mundo. En Brasil Bolsonaro fue un discípulo aventajado que casi logra superar al maestro. Entre nosotros Ayuso suscribe sin tapujos el trumpismo emitiendo frases carentes de sentido que sus huestes jalean como si lo tuvieran y le granjean un impactante respaldo popular. El fantasma de un populismo reaccionario recorre toda Europa. Si el fascismo del siglo pasado debía hacerse pasar por lo que no era, inventando un 'socialismo nacionalista' en la Alemania de Hitler o un 'sindicalismo vertical' en la España franquista, el neofascismo del Siglo XXI reivindica sin ambages un anarcocapitalismo ultra-neoliberal e intransigente que defiende con saña los intereses de quienes más tienen, como muestra el apoyo incondicional de Elon Musk a Trump.
Vivimos tiempos presididos por la desinformación y la desigualdad, lo cual propicia una demoledora desesperanza, Se invoca una libertad abstracta que solo pueden ejercer quienes pertenecen a una elite privilegiada y se desprecia cuanto pueda perturbar esa fantasía. Los perdedores e inmigrantes, cuanto no se corresponda con los cánones de sus dogmas y credos, no tienen cabida en este paradigma social. Se utiliza la democracia para deslegitimar las instituciones desde su seno y se apuesta por desmontar el Estado del bienestar, privatizándolo todo, como primer paso para derribar el Estado de Derecho. No les interesa la división de poderes ni una información veraz, porque buscan el seguimiento ciego de quien oficie como guía o caudillo del pueblo.
Las evidencias científicas no cuentan para nada, si se oponen a sus intereses económicos, y el espíritu crítico es una molestia innecesaria. Como denunció Kant hace ahora justamente 250 años en '¿Qué es la Ilustración?', es muy cómodo dejar de pensar por cuenta propia, cuando alguien se arroga la tarea de tutelarnos como si fuéramos menores.
Trump consolida una triste tendencia social. La parabélica polarización en dos bandos irreconciliables y el elogio de una despiadada competitividad que rehúye la empatía solidaria son rasgos que definen a quienes hacen del trumpismo su religión política y ensanchan las fronteras del imperio de la estulticia. En esas lindes parece hacerse realidad lo que Rousseau denunciaba en su Discurso sobre la desigualdad, el que «un imbécil pueda guiar al sabio y un puñado de gente rebose de superfluidades mientras la multitud carece de lo necesario, sometiéndose para el provecho de algunos ambiciosos a todo el género humano al trabajo, la servidumbre y la miseria». El sueño americano amenaza con devenir más bien en pesadilla.
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.