La gran paradoja del historiador es que anhela estar al mismo tiempo en el vórtice de la atracción de feria y entre quienes la observan girar desde fuera. No es más que un rescatador de indicios pretéritos, un coleccionista en una almoneda infinita, rebuscando entre reliquias olvidadas, fotos viejas, promesas polvorientas en papel, instantáneas borrosas del ayer.
Son pocas las certezas y muchas las dudas. Es el camino de la vida humana, tejido con hilos invisibles, con costuras internas solo intuidas al darle la vuelta al pasado como a un abrigo reutilizado. Fragmentos siempre incompletos con los que tratar de entender la experiencia humana. Estrellas distantes de un oscuro firmamento con las que atisbar algo de luz sobre lo que fuimos y lo que somos.
Hoy quiero presentar al lector uno de esos fragmentos tan olvidados como sorprendentes, tan vívidos, como trágicos, tan oscuros y llenos de absurdo que si no fuesen reales nos resultarían inconcebibles, producto de la fantasía genial de un arquitecto de ficciones, uno de esos capítulos de la historia en los que vida y literatura parecen confundirse, retroalimentarse, como materiales hechos de la misma pasta.
Esta es la terrible historia de los artistas de cabaret deportados a los campos de concentración, protagonistas de un espectáculo calificado como arte de judíos y para judíos, el entretenimiento degenerado de la decadente democracia de Weimar. Reducidos primero al silencio y la marginación, deportados más tarde a los campos de la muerte, donde seguirían actuando en medio de la desolación, sepultados en vida en el páramo de la inexistencia, en el no lugar de la desesperanza y el olvido.
Es el camino de la vida humana, tejido con hilos invisibles, con costuras internas solo intuidas al darle la vuelta al pasado como a un abrigo reutilizado
Primero fue Westerbork, Holanda. Más tarde Therensienstadt, en Austria. Allí, los cómicos de cabaret fueron parte de un engranaje más de la tenebrosa máquina de terror nazi. Una pieza en el entramado del horror burocratizado, esa perversa zona gris en la que un oscuro alquitrán moral impregnaba con su asfixiante y pastosa densidad las almas de los prisioneros, arrebatándoles todo aquello que les hacía humanos, reduciéndolos a la muerte en vida. Cuerpos vacíos, carcasas inanes, condenadas a la mera supervivencia.
Los reyes de las veladas cabareteras de antaño, subidos en escenarios precarios construidos por presos, contaban chistes para un público de esqueletos exangües, devastados por el hambre y el trabajo extenuante. Todo el espectáculo lo presidían, sentados sobre palcos de ignominia, los jerarcas del campo ataviados con sus uniformes de gala. Su risa era ley, sus aplausos de verdugos vida.
Carcajada sádica y brutal de los homicidas, hilaridad liberadora de quien logra evadirse por un instante de su pesadilla cotidiana, mueca desesperanzada de quien sabe que al día siguiente emprenderá su último viaje. Una vez más, toda la experiencia humana contenida en una escena burda, en una macabra broma, en una particular oscura noche de la risa.
Una función para representar la vida en el infierno. Divertir a tus verdugos, y sentir alivio porque esa tarde tu patética actuación había hecho de ti un insuprimible, redimido de la deportación y la muerte un instante más. Un cómico aherrojado, no obstante, a la carcoma interior que todo te lo robaba: el alma, la conciencia, la humanidad.
Un trágico payaso sobreviviendo en la gran farsa de la existencia mientras aguardaba el final de la guerra. Esperanzado tan solo por la tenue ilusión de convertirse en moneda de cambio en el dramático cambalache, en el que los prisioneros podían usarse como escudos contra los bombardeos o como trofeos con los que conseguir jugosos dividendos negociando su liberación. Una danza carnavalesca de la muerte en una sociedad industrial, un macabro espectáculo escindido entre la voluntad de exterminio y la propaganda.
Cuentan que, bajo los destellos anaranjados del fuego de los hornos de Auschwitz, el doctor Menguele concibió un espectáculo cómico con pacientes de acondroplasia. Un circo con enanos para satisfacer sus enfermizas fantasías de psicópata.
La risa del verdugo todopoderoso, la desesperada mueca existencial de quien la provoca aferrándose con ello a un desesperado intento por salvar la vida. La máscara infinita del payaso desprendido en el tiempo, mirándonos de frente, resumiendo pasado y presente con un solo gesto de infinita tristeza en ese deambular en el tiempo que aún seguimos llamando historia.
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