«El andén repleto de personas de carne y hueso se pobló de fantasmas» Józef Wittlin
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Frente al espejo, atisbamos en nuestro rostro las huellas de quienes nos precedieron. Envejecemos, y cada vez nos asemejamos más a nuestros antepasados. Lo que fuimos está ahí, latente, ... no ha acabado de irse y solo lo hará cuando nosotros lo hagamos. El pasado ni está muerto ni es pasado, forma parte de nosotros. El hombre sin pasado habita el insondable vértigo del vacío. Lo mismo sucede con las sociedades, los colectivos y las naciones. Sin pasado no son sino ignorancia y nada.
Sigan el consejo del historiador británico Timothy Garton Ash. Pongan hoy cualquier telediario y dense unos instantes para verlo en el blanco y negro de ayer. Ahí está de nuevo, lo que fuimos. Ciudades reducidas a ruinas humeantes, población aterrorizada desplazándose de un lado a otro sin saber a dónde huir.
Observen en los ojos de los niños de Ucrania, de Palestina, de Sudán y de otros tantos lugares arrasados por la guerra, el hambre y la miseria. La misma mirada alucinada, indefensa y perdida de quien ha sido abortado de su infancia, erradicada de raíz, arrebatada sin remedio. Criaturas con el horror en la mirada, indefensos, huérfanos, volteados como peleles por las explosiones, aplastados bajo los escombros, ateridos de miedo y pánico mientras contemplan un festín macabro de iniquidad y crueldades.
Niños que, de pronto, en un segundo, en lo que abarca una deflagración ven todas sus vidas destruidas. Niños que, antes iban al colegio y comían en familia, ahora recogen leña para calentarse, aguardando entre la desesperación y el llanto por un poco de comida.
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La misma música de los exilios crueles de otrora, de la indefensión y el abandono de los más débiles a manos de sus sojuzgadores, los funestos inviernos de aquellas eternas posguerras europeas de ruina, hambre, miedo y odio.
Vuelvan al televisor y apaguen la voz. Contemplen de nuevo lo que fuimos. La mezquindad política de los agitadores, su ira vociferante, eligiendo la víctima propiciatoria entre quien no puede defenderse, el chivo expiatorio a quien culpar de todo. Agitando el miedo con coreografías ensayadas, falseando la realidad mientras levantan muros, vallas y fronteras por un puñado de votos.
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Piensen ahora en todo aquello del pasado conocido solo a posteriori, cuando los historiadores excavaron en los archivos, en los testimonios, en la verdad oculta yacente detrás de todo conflicto. Todo aquello que no se puede contar hasta que hay un vencedor o un vencido. Ahí lo tienen de nuevo, lo que fuimos.
Los bramidos de los dictadores, espumarajos de saliva, mímica enérgica, puños blandiendo el aire. Todos los genocidios comienzan con grandes discursos en nombre de ídolos abstractos, la patria, la revolución, la grandeza perdida. El horror de los cuerpos tirados en las calles con las manos atadas y una bala en la cabeza, las fosas comunes rellenadas a paladas con carcasas de lo que un día fueron seres humanos. Túneles de muerte, cloacas de infamia selladas con olvido por todas las naciones. Lo que fuimos.
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Piensen en los relojes de Hiroshima y Nagasaki, parados todos en la misma hora, sus agujas retorcidas señalando el instante de total destrucción en el que el tiempo dejó de existir. Nuestra existencia al borde de la extinción. Lo que fuimos.
Vuelvan a poner el color en las pantallas de sus televisores. Lo que somos. Sobre las ruinas de antaño hemos vuelto a edificar un mundo de odio y devastación irrefrenable. Hacemos arder el mismo cielo infinito que nos cobija y somos incapaces de mirar atrás para detener las llamas.
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La Historia no puede ser tan solo un ejercicio de polvorienta erudición. Debe permitirnos asomarnos a los abismos del alma humana con el fin de comprender, no de juzgar. El pasado, eso que un día fuimos, es también lo que somos. Un arma contra los verdugos que, impunemente, asesinan desde un atril, un despacho, con la firma impoluta de una elegante estilográfica sobre un tratado, un acuerdo o un decreto.
La Historia cambia, las víctimas rara vez. Son siempre aquellos privados de todo, quienes no tienen más fronteras que sus brazos extendidos al cielo mientras sus sueños perecen en océanos helados o van a estrellarse contra muros de odio, intolerancia y egoísmo.
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Ese pasado sigue ahí, nos mira desde el ayer, desde las cenizas de un mundo calcinado. Es un testigo que recuerda cuán difícil es mantener cualquier prosperidad blindándola con fronteras y con muros. Es la fosa, el documento, el informe que cubre de oprobio y de vergüenza las descarnadas mentiras de los tiranos, la violenta tristeza de su patética existencia, incapaz de resistir eso que ellos mismos denominan «el juicio de la Historia».
Lo que fuimos. Lo que somos. El lugar de donde venimos y al que vamos. Eso es en definitiva ese inmenso mosaico del tiempo llamado Historia. Nunca es la misma, nunca se repite y nunca es inevitable. Lo que fuimos puede cambiar lo que seremos.
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