Ladrones de cadáveres
Sorprende y asquea la facilidad con que se desprenden algunos de su humanidad
Roberto Germán Fandiño
Profesor de Geografía e Historia en el IES Sagasta
Domingo, 11 de febrero 2024, 22:28
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Roberto Germán Fandiño
Profesor de Geografía e Historia en el IES Sagasta
Domingo, 11 de febrero 2024, 22:28
«(...) la funesta desdicha del villano, ni la muerte podrá darle final: no haya lugar de entierro y descanso, su cuerpo exánime no encuentra amistad» ... William Hogarth
Hay ocasiones en las que una noticia marginal, una de esas crónicas con dificultades para encontrar espacio más allá de la página de sucesos, nos colocan, sin quererlo, ante los abismos de la naturaleza humana colmados de miedo, repulsión y vértigo. Hace apenas una semana, uno de esos episodios destinados al olvido me colocó ante el espejo del tiempo, frente a las sombras de un pasado siniestro que ni por asomo imaginaba pudiera regresar. Una crónica de muerte y desamparo rescatada de la noche de la historia.
Desde mediados de siglo XVII, los avances en medicina y en ciencias experimentales comenzaron a hacer indispensables los estudios anatómicos. Los misterios del cuerpo podrían desvelarse cuando el alma hubiese dejado de habitarlo. El inerte cadáver revelaba la fascinante mecánica de la vida. Las disecciones públicas iban a erigirse en fundamento de la medicina moderna, como lo mostró el gran Rembrandt en uno de sus más afamados cuadros. Lo que los historiadores descubrirían posteriormente es que tras las vivisecciones en las cátedras se escondía no solo una lección de medicina, sino todo un código moral y un castigo ejemplar contra quienes habían osado desafiar a la autoridad. Ciencia y derecho se daban la mano en nombre del progreso.
Los atestados cadalsos alimentaban el escalpelo de los anatomistas. La autopsia pública alumbraba la medicina moderna y, al tiempo, prolongaba la pena de los condenados en una humillación póstuma. Un despiadado ritual de castigo que alcanzaba al reo más allá de la muerte. William Hogarth, maestro británico de la caricatura, dejó plasmada para la eternidad no solo una de estas lecciones, sino también sus intenciones justicieras en su obra 'La recompensa a la crueldad'.
El temor al bisturí, a la exhibición pública de los despojos y órganos extirpados, era tal que desde el siglo XVIII se han documentado motines, rebeliones y disturbios para liberar a los ejecutados de la afilada lanceta anatomista. El orden y la ley podían arrebatarles la vida, pero la ciencia no les privaría de un entierro digno. Con el siglo XIX se produjo una drástica reducción de las ejecuciones públicas, cuya consideración como espectáculo ejemplificador y edificante fue retrocediendo en favor de quienes las consideraban más propias de la barbarie que del derecho propio de naciones civilizadas. En pleno apogeo de la industrialización, en el corazón de la revolución tecnológica, la moderna medicina hallaba verdaderas dificultades para proveerse de los cuerpos, antaño proporcionados con generosidad por los cadalsos.
Afortunadamente, ahí estaba el mercado para solucionarlo todo. Si las tierras, las mercancías, incluso los trabajadores se regían por la oferta y la demanda, ¿por qué no habían de hacerlo también los muertos? Había nacido el floreciente negocio de los ladrones de cadáveres. Cuanto más escasos, más codiciados y más caros. Cuanto más frescos e impolutos mayor el beneficio. Los finados se habían convertido en una mercancía más.
Un oficio con pocos riesgos y sin necesidad de grandes inversiones. Tan solo requería de cierta habilidad para recabar información sobre entierros recientes y de una total falta de escrúpulos, incluido, por supuesto, cualquier atisbo de temor religioso a la condenación eterna o a la venganza llegada de ultratumba. Tal negocio llegó a ser tan productivo que pronto muchos deudos compungidos vigilaban las tumbas durante días o construían alrededor de las mismas complicadas estructuras de acero, góticos candados con los que blindar su integridad. Hubo incluso quien, llevado por la tan alabada capacidad de emprendimiento, diversificó la tarea. Para qué saquear tumbas si podías fabricar tú mismo el producto. Siguiendo esta homicida lógica de mercado, William Burke y William Hare pasaron a la historia no solo por su eficiente técnica de asfixia, sino por su brutal capacidad para entender los principios básicos del capitalismo. Es el mercado, amigo, dirían mientras inmovilizaban a sus víctimas.
Su fama trascendería el espíritu morboso de los tabloides para convertirse en inspiración de relatos literarios en los que, a caballo entre ficción y realidad, se narraban sus espeluznantes pero lucrativas aventuras, como puede constatarse en los 'Cuentos escoceses' de Robert Louis Stevenson o en las 'Vidas imaginarias' de Marcel Schwob.
El lector habrá empezado a deducir a dónde quiero llegar con esta larga exposición histórica. Hace apenas una semana los ladrones de cadáveres regresaban del pasado a la actualidad por un túnel del tiempo abierto en Valencia. Comprobábamos de nuevo con horror como todo se sigue sacrificando en el altar del mercado. Asistíamos estupefactos a otra de esas historias de horror protagonizada por pobres diablos vendidos como carne al mejor postor. Gentes sin nombre, náufragos del sueño de escapar de su propia pobreza, mendigos y vagabundos a los que nadie reclama. Anónimas almas condenadas a los márgenes de la historia, miríadas de polvo humano oculto tras los grandes tapices de las gestas inmortales.
Entre la repugnancia y el horror, la constatación de la falta de empatía, la sinrazón colándose en la vida cotidiana. Sorprende y asquea comprobar, una vez más, la facilidad con que se desprenden algunos de su humanidad por un puñado de dinero, gastado más tarde en necedades como la más reciente pantalla plana o el último modelo de pantalón vaquero.
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