Tribuna

La furia y el miedo

La paz ha llegado a un continente devastado. La guerra continúa donde siempre, abajo, en esos países al sur de los sueños de progreso

Roberto Germán Fandiño

Profesor de Geografía e Historia en el IES Sagasta

Sábado, 15 de marzo 2025, 21:45

«Pasado el tiempo, todas las ruinas son iguales, quizá entonces me olvide de la sangre» (Gustavo Faverón Patriau)

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Imaginemos la noche de los tiempos, ... la penumbra de una cueva. Alguien pinta sobre una pared rocosa la historia de un dios gigantesco cortando la inmensidad del tiempo. El tajo sangrante de la historia derrama a un tiempo cálida luz y aterradoras sombras, fantasmagóricas visiones de chamán. El miedo ha caminado por los siglos de los siglos agarrado a la piel de la historia, se ha vestido con sus mejores ropajes y ha teñido las luces con la intangible caricia de sus dedos gélidos.

O a la razón dormida le brotan pesadillas o los sueños entusiastas del ingenio humano terminan en infiernos. Es el corazón de las tinieblas palpitando, haciendo fluir la sangre hacia el subsuelo, abajo, en las catacumbas del pasado, donde apenas se perciben los ecos de los apasionados discursos sobre la civilización. Las grandes palabras se extinguen en un silencio doloroso, el quedo sonido del olvido llamando a las puertas de la historia.

El pozo oscuro del progreso, como en las pesadillas pictóricas de los simbolistas, un caballo de alucinada mirada de alabastro, cegado por el horror de una batalla donde los surcos de la muerte almacenan su cosecha. Es la culminación de la industrialización, la gran conquista del progreso técnico, la matanza mecanizada de la Primera Guerra Mundial y su monstruosa herencia: la brutalización de los discursos, la banalización de la violencia, la deshumanización del enemigo privado de su esencia humana.

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El corto siglo XX y su legado traumático: cementerios abarrotados de desconocidos confundidos en tumbas colectivas, rostros reducidos por la metralla a un agujero de insondable ausencia, miradas perdidas en las paredes blancas de los hospitales psiquiátricos. Grandes avances para la ciencia. Traumatología y psiquiatría. Cuerpos desmembrados y almas rotas. La realidad es tan terrible que la gente va al cine a pasar miedo para liberarse de la angustia. Por las pantallas, cortinas de fantasía, transitan criaturas terroríficas. El loco Cesare manejado como un autómata por el doctor Caligari, el no muerto aliado de la peste al que solo podrá derrotar el amor más puro haciéndole olvidar la llegada del alba destructora, el asesino de niños cuya sombra se proyecta sobre los muros de los barrios y calles berlinesas silbando la suite de Peer Gynt.

El temor en la pantalla consuela del horror de la horrible cotidianeidad. El abismo no se cerró con los tratados. El rencor de los vencidos y la soberbia de los vencedores. La democracia impotente frente a la demagogia, las arengas populistas, los enfrentamientos callejeros. Señores con bigotito levantando brazos acalambrados, revoluciones esclerotizadas transformadas en dictaduras de partido. Los mercados fluctúan, las bolsas caen, el descontento sube. Anhelos de cambio profundo, deseos que todo sea como antes, la propaganda vociferando mentiras, buscando víctimas sacrificiales entre los más débiles.

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Desfiles entusiastas, todos trabajando en la dirección señalada por el líder. Devolver la grandeza pérdida a las antiguas patrias. Viejos imperios, ambiciones de siempre. Truenan las fábricas de muerte, las sirenas lamen los muros más tarde derrumbados. Abajo, en el sótano, habitan el horror, el hambre y la mezquindad. Arriba, los discursos dejan de ser convincentes cuando a tu alrededor solo hay escombros. En los márgenes, los de siempre, ahora convertidos en ceniza con eficiencia burocratizada. El paisaje de la guerra, un no lugar de destrucción e inexistencia. Humo humano estrangulando el trino de los pájaros. Genocidio, espanto e inhumanidad con la cadencia de una maquinaria burocratizada. Sellos y pistones, visados de deportación y palancas.

Suenan los clarines de la victoria. La paz ha llegado a un continente devastado. La guerra continúa donde siempre, abajo, en esos países al sur de los sueños de progreso, ¡qué importan los tiranos si sirven a nuestros intereses! Cuando las superpotencias riñen, los pobres ponen la carne, los recursos minerales y las materias primas.

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Europa se duerme y un muro se derrumba. Es el fin de la Historia, dicen los ingenuos liberales tan embelesados como insulsos. El capitalismo pone el turbo, el tiempo se acelera. Los mercados fluctúan, las bolsas caen, el descontento sube. Nuevas políticas, viejas decepciones.

Un antiguo espía quiere ser Zar, un señor mayor de color anaranjado quiere tener bigotito y edificar una nación de seres rubios. La propaganda ya no vocifera, se extiende viscosa por las redes fecales. Los fontaneros de la falsedad son señores muy limpios en empresas impolutas, sastres de mentiras a medida que también tienen calambres en los brazos, especialmente en el derecho. Son ricos, son primarios, no piensan, abominan del sentimentalismo y no tienen piedad. La gente les adora. Pide víctimas para el altar del sacrificio en nombre de grandezas añoradas. Antes unos, ahora otros. Lo importante es que se distingan claramente y no se puedan defender.

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El paisaje de la guerra, un no lugar de destrucción e inexistencia. Sobre cimientos de cadáveres y desolación el señor anaranjado sueña con hoteles de lujo, piscinas en el desierto, estatuas doradas a su plastificado ego. Nuevos imperios, viejas ambiciones. Suenan de nuevo los pistones de la guerra mientras los siervos calculan la duración de los aplausos.

La furia y el miedo en un carrusel vertiginoso. Los lobos marcan la ruta, las ovejas les siguen. Cuando todo acabe siempre podrán decir que no fue culpa suya. Es mejor olvidar, siempre olvidar, vista al frente, cabeza al suelo. Total, ¿para qué sirve la Historia si no produce nada?

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