La Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia –conocida coloquialmente como ... LOPIVI– recuerda en su preámbulo que «la lucha contra la violencia en la infancia es un imperativo de derechos humanos». A renglón seguido, añade que «la protección de las personas menores de edad es una obligación prioritaria de los poderes públicos, reconocida en el artículo 39 de la Constitución Española y en diversos tratados internacionales, entre los que destaca la mencionada Convención sobre los Derechos del Niño» y que el principio rector de la actuación administrativa es «el amparo de las personas menores de edad contra todas las formas de violencia».
La LOPIVI busca «garantizar los derechos fundamentales de los niños, niñas y adolescentes a su integridad física, psíquica, psicológica y moral frente a cualquier forma de violencia, asegurando el libre desarrollo de su personalidad y estableciendo medidas de protección integral» y para ello, la Administración tiene una serie de pisos tutelados en los que, los verdaderos héroes, son los cuidadores. Para unos son meros vigilantes que les amargan la existencia porque ponen normas, marcan límites y exigen que se cumplan las medidas impuestas por la fiscalía de menores. Para otros son simples cuidadores que cumplen con su trabajo cocinando, manteniendo el orden y anotando en un cuaderno lo que pasa cada día. También los hay que son lo que Jorge Barudy llama «tutores de resiliencia»: Adultos que comprenden la realidad del menor y acogen incondicionalmente; que facilitan que los que son víctimas reconozcan el daño que les han hecho y, lo que es más importante, aquello de lo que son responsables y de lo que no lo son; y aportan un marco de comunicación auténtica, sin juicios, en el que se sienten orgullosos de haber resistido y ser sobrevivientes. Son asideros a los que acudir en tiempos de oscuridad y modelos en los que fijarse en la construcción de su futuro.
La realidad de los pisos tutelados es, cuanto menos, complicada. En ellos conviven auténticos desconocidos a los que, obligados por una ley que muchas veces ni siquiera comprenden, se les pide que convivan como si fueran familia. En ellos viven, por ejemplo, menores de 6 años con menores de 16 –sí, los dos son menores; pero uno más menor que otro–; y cohabitan menores a los que se les ha apartado de su familia para protegerlos del trato negligente de los suyos, con menores a los que el juez ha apartado de los suyos por conductas graves o muy graves. Allí se junta el niño que escucha a sus educadores y acepta las normas de convivencia y quienes gritan, amenazan o agreden a compañeros y adultos.
Nuestro agradecimiento en nombre de la sociedad por el trabajo heroico y la labor callada que hacéis
Cómo decir, sin que nadie se ofenda, que esta «mezcla» de menores «tan distintos» y «tan distantes», hace que la convivencia en los pisos diste mucho de lo que la fiscalía de menores buscaba con la medida judicial; o que lo que debería ser un espacio seguro es, en ocasiones, un piso que no garantiza «la integridad física, psíquica, psicológica y moral» de la que hacíamos referencia más arriba. Porque cada lágrima que allí se derramada por un mal gesto, una mala palabra, un insulto o una agresión, es una lágrima de más. Cada comida indigesta por estar en la mesa con desconocidos que te hacen bajar la cabeza, estar en silencio y comer en tensión, es un mal trago de más. Cada «corrección» que recibes por no haber hecho lo que no te han dejado hacer, es un castigo de más. Cada tarde encerrado en un cuarto tapándote los oídos para no escuchar gritos o golpes, es una mala tarde de más. Cada noche ocultándote bajo las sábanas, temiendo que tengas que salir al baño y puedas cruzarte con alguien, es un mal sueño de más.
La muerte de María Belén Cortés Flor, trabajadora en un piso tutelado, asesinada en Badajoz presuntamente por menores con los que trabajaba, pone de manifiesto que, junto con los niños, sus educadoras y educadores también son víctimas de esta violencia de baja intensidad que se vive en algunos pisos tutelados y esta vez, de esa violencia brutal y sin sentido que lleva a matar.
«En casa nos esperan» decía la pancarta que portaban los compañeros de María Belén tras su asesinato. Ser educador en un centro tutelado es saber que, a diario, estás expuesto a una lágrima de más, un mal trago de más, un castigo de más, una mala tarde de más, un mal sueño de más... A vosotras y vosotros, a quienes formáis parte de ese «cuerpo especial de educadores en situaciones especiales», nuestro agradecimiento, en nombre de la sociedad, por el trabajo heroico y la labor callada –poco reconocida y mal pagada– que hacéis.
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