Le dediqué hace un año este mismo espacio. 'Mi nuevo vecino', se titulaba. Un indigente se había apostado en el rincón de un establecimiento al lado de mi casa y allí pasaba los días. Y las noches. Las gélidas noches. En un mugriento colchón. No ... le había visto el rostro, pero a tenor de cómo iba vestido (pantalón raído, chamarra ajada), de su apariencia, pensé que era un hombre.

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Ya no duerme en el recoveco. Lo han tapiado para evitar que los mendicantes se aposten ahí. Aunque a él jamás le he visto pedir nada a nadie.

Sin embargo, a pesar de que le han sutilmente deportado, ya forma parte del barrio. Deambula por él, habla con los vecinos. Hay quien le da alimentos. Sé de alguna buena mujer que deja la puerta del portal entreabierta por si quiere pasar la noche en el frío mármol en lugar de a la inmisericorde intemperie.

El otro día, por primera vez, le oí hablar. Su voz era ronca, áspera. También inducía al error. Pero en ese momento, quien durante meses imaginé que era un hombre se reveló como una mujer. Y confirmé que acercarse a las personas, mirarles a la cara, siempre da otro sentido, otra dimensión a todo.

«Un marianito con rock and roll», pidió un cliente en la cafetería. «Un cañoncito y unos calamares», siguió otro.

«Un café con leche», se sumó ella. Y soltó una risotada entablando conversación con los parroquianos.

Y esa risa franca me hizo pensar en quienes hacen de sus problemas, incluso los imaginarios, un modo de vida. A quienes se les atraganta la risa ante cualquier adversidad.

Ella, sin embargo, pagó su café con leche, deseó feliz Navidad a todos y salió del bar envuelta en una sonrisa.

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