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Pocos objetivos han conseguido aunar las voluntades y el coraje de los riojanos sin distinción como lo hizo el sueño de la autonomía en los años de la Transición. Tanto es así que no sería en absoluto exagerado afirmar que La Rioja surgió como comunidad autónoma uniprovincial porque los riojanos así lo quisieron. Y no hay más preguntas, señoría.
Se interroga unas páginas más adelante Rafael Fernández Aldana, miembro activo en los 80 del Colectivo Autonomista de La Rioja –uno de los protagonistas inevitables del proceso–, cómo fue posible que una provincia pequeña, donde habitaba solo el 0,6% de la población española, fuera capaz de constituirse en autonomía. Y que lo hiciese al mismo tiempo que otros territorios se veían forzados a matrimoniar en conveniencia política, y ahí cita el caso de León, que desde aquellos lodos comparte hoy con la vieja Castilla nombre y gobierno. Como le hubiera ocurrido, seguramente, a la provincia de Logroño, triste y periférica, que solo salía del anonimato en los chistes de cabaret por su inevitable rima y en la tele por la carrera de caracoles del Tío Chito en Murillo de Río Leza.
Fueron los riojanos los que quisieron cambiar el rumbo del guion de esa historia que parecía inevitable y que, sin embargo, no lo fue por el empeño cabal y unívoco de las gentes de las calles de las ciudades y los pueblos de aquella provincia, por el empuje de sus estudiantes que penaban exilios obligados para poder enmarcar un título, de los agricultores que estaban hartos (lo cual, bien pensado, tampoco es novedad) y la UAGR se encargaba de canalizar toda su mala leche, de los trabajadores de las fábricas y los talleres que andaban de la calle San Juan al Laurel y el domingo se ilusionaban con el Logroñés (gracias, Jesús Vicente Aguirre). Entre todos, hastiados quizás de sobrevivir en un territorio de segunda división, cansados de destrozar amortiguadores en carreteras con viruela de baches (que se tornaban pistas serenas según se asomaba el vehículo a territorios forales vecino), superados por el olvido del orden jacobino regente... entre todos, digo, le echaron picante a aquel puchero que se andaba cociendo en Madrid y les salió una autonomía jugosa y con fundamento, una criatura hermosa y lozana si lo prefieren.
La autonomía fue cosa de todas esas personas con DNI que firmaron con su ilusión y un boli BIC Cristal en alguno de los cientos de folios en los que ya en el 78 se rubricaba al pie pidiendo –qué pidiendo, ¡exigiendo!– autonomía. Miles de firmas se vendimiaron en un pispás en tiendas, bares, mesas petitorias, fiestas de pueblos... Firmar o firmar era una cuestión de principios. Echaron su rúbrica en aquellos papeles estratégicamente distribuidos por el Colectivo Autonomista cerca de 50.000 ciudadanos de derecho. Casi uno de cada cinco habitantes de una tierra que al cierre del 82 sumaba 257.000 almas.
Los papeles se entregaron, o se intentó, a los parlamentarios riojanos en el recordado Día de La Rioja de Nájera, 1978. Lo mismo fue meterse la clase política de por medio y enfangarse el asunto. Tengo para mí que otra clave para que La Rioja consiguiera inopinadamente la autonomía fue que los políticos vivieron ajenos a lo que se estaba cociendo, que andaban a la suya, con propuestas peregrinas, increíbles... Que sin La Rioja con País Vasco y Navarra, que si con Aragón, que si ni tocarla de Castilla... La 'clase política', lejos, como casi siempre, del pálpito de los ciudadanos.
La Rioja es una autonomía no sé si histórica, pero sí con historia. Una historia bonita, pequeña, la demostración de una responsabilidad social colectiva inédita e irrepetible, como la calificó Casimiro Somalo, periodista de esta casa, de LA RIOJA, diario centenario que fue sin duda otro de los pilares sobre los que se levantó la autonomía riojana con portadas que no eran sino proclamas intensamente autonomistas. Proclamas de una historia cuyo penúltimo capítulo se empezó a escribir hace 40 años para encontrarnos hoy una región que, remedando la frase que hizo célebre Alfonso Guerra, no la conoce ni la madre que la parió.
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