La semana que viene se gradúa el heredero. Negra me tiene, que a estas alturas todavía no sabe qué se va a poner para la ceremonia. Capaz es de presentarse en chándal. «Da igual, madre, no te preocupes por chuminás», me dice.

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Por una vez ... lleva razón: benditas sean esas preocupaciones vanas, chumineras. Posiblemente, las mismas que tenían otros chiquillos hace unos meses: elegir el color del vestido, encontrar unos zapatos de tacón a juego, probarse peinados elaboradísimos, enfundarse un traje de chaqueta, aprender a hacerse el nudo de la corbata. Todo para sentirse reyes y reinas por un día. Hasta que el día ha llegado y no tienen dónde celebrar su graduación porque una guerra ha destruido sus reinos, sus institutos. Pero ellos, sobreponiéndose, sin querer renunciar a lo que les pertenecía por derecho, se han emperifollado para fotografiarse sobre las ruinas de sus dominios. Y ahí están, deslumbrando con la belleza insultante de su juventud y con una dignidad más hermosa aún.

Pasada la alarma inicial, y tras las oleadas consecutivas de indignación y de solidaridad, nos hemos acostumbrado, vergonzosamente, al horror, que para eso es el de otros. Veíamos el desastre y el sufrimiento, lo lamentábamos por un instante y seguíamos comiendo, que al precio que está el lenguado no hay que dejar que se enfríe. Y así ha sido hasta que nos han saltado a los ojos las imágenes de los estudiantes ucranianos bailando entre los escombros, posando subidos a un tanque, valientemente erguidos ante escuelas sin paredes ni techos. Entonces hemos reparado en que podrían ser nuestros hijos, y se nos han encogido los huesos y el alma, y el pescado se ha quedado frío. Mira, que vaya como quiera a la graduación.

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