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Siempre he sido monárquico, un poco como siempre he sido del Real Madrid. A las dos cosas llegué por el mismo mecanismo (uno que no ... sabría explicar, en fin, de tan antiguo y consanguíneo) y las dos me producen casi idénticas consecuencias. O sea, una sensación general de bienestar, punteada por momentos inconfesables de vergüencita. Así son las cosas que se maman desde la cuna. Cuando yo era niño, en mi casa había pocos asuntos más sagrados que Adolfo Suárez, el hala Madrid y Juan Carlos de Borbón. Del primero nunca tuve queja, y las alegrías que el segundo me da compensan sus sinsabores.
Pero el tercero. Ay, el tercero. Rey mío, qué me has hecho. Cómo lavar ahora de tu camisa, esa misma de la que pendía la principal medalla posible (la de ayudar a tu país en aquellos años de jodida transición y golpistas ridículos) la mancha que te señala como lo peor que puede ser un rey: un comisionista. Esa sospecha de que tras tanto discurso de servicio a España había una mano tendida a lo egipcio. Nos reíamos con aquellas amantes que el rumor popular te colgaba; una tradición regia, esa sí. Pero qué poco sospechábamos que de esos polvos imaginados llegarían estos lodos, y que una amiga podría embolsarse 65 millones de euros de procedencia presuntamente canalla.
Ay, en fin. Siento en el alma que todo esto parezca verdad, porque creo que en una monarquía como la nuestra (con su punto de papel cuché y su capacidad de sobrenadar el partidismo) hay mucho de útil. Monárquico y del Madrid, en fin. Pese a la vergüenza.
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