Leo estupefacta que están sometiendo a terapia correctiva las obras infantiles de Roal Dahl. Que el tragón de Augustus Gloop de 'Charlie y la fábrica de chocolate' ya no se puede calificar de 'gordo' sino de 'enorme'. O que 'Matilda' ya no lee a Rudyard ... Kipling sino a Jane Austen.

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Este intento de estupidización de los niños no es nuevo. Hace algunos años, una facción de 'odiadores' oficiales decidió que los cuentos tradicionales de Grimm, Andersen o Perrault debían pasar por el tamiz de lo políticamente correcto. Y así, de un plumazo, pretendieron borrar el beso del Príncipe que despierta a Blancanieves o dejar que Cenicienta volviera a casa después de medianoche sin que se le rompiera el hechizo. Afortunadamente la postura no prosperó demasiado.

Es una tendencia de lo más arriesgado someter las creaciones originales de una época pasada al prisma actual. Diluye su particular idiosincrasia y además difumina determinados puntales que pueden contribuir a la educación de los lectores, futuros adultos.

Pretenden estas corrientes revisionistas eliminar determinadas expresiones o detalles que hoy en día no están bien vistos (aunque gordos ha habido, hay y habrá, por mucho que se les llame enormes, que además no es lo mismo). Creen que los lectores potenciales, los niños en este caso, no usarán vocablos despectivos si no los leen en las historias clásicas. Eso sí, en Youtube, TikTok o Twitch podrán reírse de las gracias que vomite cualquier indeseable, que ahí no discuten los 'correctores'.

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Los niños son bastante más listos que cualquier advenedizo de la corrección política. Comprenden lo que ven, oyen o leen mucho mejor de lo que los adultos creemos. Y una de las cosas que menos soportan es que los traten como a idiotas. Por eso, quizás antes de revisar grandes obras de la literatura (infantil o no), habría que poder discutir determinadas conductas actuales, más retrógradas que las de hace décadas.

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