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Cuando falta un año y medio para las próximas elecciones presidenciales en Estados Unidos sabemos dos cosas sobre Donald Trump: todavía puede conseguir su revancha soñada y volver a la Casa Blanca, pero también es capaz de destruir lo que queda del Partido Republicano y ... facilitar una gran victoria a los demócratas. Es como tirar una moneda al aire. En estos días hemos oído al expresidente hablar de política internacional con un simplismo pavoroso. Arreglaría la guerra de Ucrania en veinticuatro horas, afirma, y conseguiría que China pagase más aranceles, al tiempo que viviría con el gigante asiático una verdadera luna de miel. No explica cómo conseguiría estos objetivos y lo fía todo a su instinto de ganador.
La personalidad narcisista y agresiva de Trump sigue hipnotizando a una mayoría de los votantes conservadores. Otros le han abandonado, hartos de sus excesos e incómodos con su montaña de problemas judiciales. El problema de los republicanos clásicos para reconquistar su partido es que las primarias las deciden los militantes más radicales. Por eso Ron DeSantis, el gobernador de Florida que aspira a desbancar a Trump, lo imita, pidiendo, por ejemplo, que Estados Unidos deje de apoyar a fondo a Ucrania.
Una repetición en 2024 del duelo Biden contra Trump favorecería al actual presidente, siempre que su salud resista y que la situación económica de su país no se vea zarandeada en los próximos meses por una crisis peliaguda. Biden acertaría en cualquier caso si no se presenta y deja paso a un candidato centrista y con energía, capaz de vender optimismo, moderación y buena gestión. Pero no está seguro de que un sucesor así pueda unir al partido y por ahora se aferra a la norma no escrita de que la mayoría de los presidentes sirven dos mandatos. Para los europeos, el regreso de Trump sería una pésima noticia porque debilitaría la relación transatlántica.
En la nueva era de las rivalidades, Estados Unidos es el mejor aliado que tenemos. Europa debe pesar más en el mundo en asuntos de seguridad y defensa, energía, subsidios o salud global. Sin embargo, no puede caer en el espejismo de considerar la autonomía estratégica como un fin en sí mismo, en vez de entenderla como la adquisición de medios para contribuir a resolver problemas globales, muchas veces en concertación con Washington. La vuelta del magnate neoyorquino a la Casa Blanca complicaría mucho la proyección global de Europa. Aferrados a una superioridad moral que muchas veces nos paraliza, seríamos más autocomplacientes. Al fin y al cabo, ya sabemos que contra Trump se vive mejor.
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