La naturaleza ha vuelto a darnos estos días una bofetada severa. Los terremotos anunciaron la tragedia y la convulsión se convirtió en erupción en el paraje de Cumbre Vieja en la isla de La Palma. Las imparables lenguas de lava desfilan inexorablemente ante nuestra mirada ... atónita recordándonos nuestra fragilidad. Con el asombro que produce lo inesperado, contemplamos su avance destructor con desolada resignación. El volcán cobijaba en su interior un dios del inframundo que ha roto el techo y ha salido a nuestro mundo con la fuerza de un demonio enfadado. Cuentan que la primera población evacuada fue El Paraíso, otra travesura del destino. Ahora El Paraíso y las poblaciones colindantes huelen a azufre como todos los infiernos.

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Los rostros de los afectados transmiten la impotencia y el dolor de quienes sienten que lo han perdido todo. La mayoría nos hemos puesto en su lugar y hemos imaginado qué rescataríamos de ese infierno implacable en diez minutos. Las fotos antiguas, el recuerdo del antepasado, el regalo del primer amor, los zapatos más queridos, el televisor recién comprado, el cuadro que pintó tu hijo. Añadan ustedes y decidan qué porción del pasado se rescata en unos momentos cuando todo lo vivido se convierte en lágrimas. Solo hay una certeza en esos momentos y es que mañana, cuando el diablo que habita el volcán apacigüe su capacidad destructiva, ya nada será igual. Construir lleva toda una vida, destruir es cuestión de segundos. Estos días crece la solidaridad pero mañana cada uno vivirá su desgracia en la soledad de su propia incertidumbre.

Se declararán zonas catastróficas y se habilitarán ayudas públicas. Por mucho que llegue será insuficiente. Nada devuelve lo perdido a los afectados de esta o de otras catástrofes. Viviendas destruidas, campos arrasados, paisajes que pueblan los recuerdos totalmente sepultados, trabajos perdidos y sueños truncados. En medio de estas desgracias siempre hay algo de lo que congratularse. Junto a los ríos de lava también circulan ríos de solidaridad. Equipos de emergencias, bomberos, policías, militares, vulcanólogos y psicólogos junto a vecinos que se ayudan y gente que consuela al otro con un abrazo.

Seguramente es momento de mirar más allá de la línea del horizonte negro que ha dibujado la lava. No he podido evitar estos días el recuerdo de ese gran poema que Leopardi escribió imaginando la Pompeya sepultada bajo la lava del Vesubio. Cuenta el poeta que alguien desde «lejos contempla las gemelas cumbres/y la cresta humeante/que aún amenaza a la esparcida ruina». Cuando todo ha quedado enterrado entre piedras y cenizas, cuando todo ha sido destruido, a lo lejos crece la retama. La flor del desierto, insignificante y ligera, se agarra a la vida y florece. El hombre, como la retama, construirá su propia esperanza.

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