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Confieso que soy un ignorante. Torpe, limitado, ceporro, iletrado, un cebollino. Sé muy poco de nada y cero de vacunas. Los escuetos datos que manejo son una atropellada decantación de lo que leo en el periódico y escucho a este o aquel especialista en viales, ... con la única certeza de mi admiración a científicos y sanitarios que saben y viven lo que hablan. Lo reconozco un poco con vergüenza, pero también por la necesidad de desmarcarme del batallón de expertos que ha hecho aflorar la pandemia. Todo el mundo sabe de todo. Las legiones de defensores de Moderna o denostadores de Janssen van engrosando sus filas, derrochando pareceres como quien regala caramelos en la Cabalgata de Reyes. La diferencia es que esto no es un partido de fútbol en el que cada cual saca desde la grada el entrenador que lleva dentro, sino una pandemia mundial que sigue matando a gente. No les culpo. La gestión primero de la atención y después de la vacunación ha tenido tantos aciertos como errores. Faltaría más, por mucho que se pontifique en los púlpitos de Twitter. Y uno de los fallos más flagrantes ha sido una sobreinformación que ha alentado la soberbia. De responder a las lógicas dudas que suscita una situación tan inédita se pasa a permitir que quien ha recibido la primera dosis de AstraZeneca pueda repetir o elegir Pfizer. ¿De verdad cuestiones tan serias se reducen a opiniones subjetivas de quien no sabe nada? ¿Dónde queda la evidencia científica que rebatía el cuñadismo y a negacionistas? Lo importante de una respuesta aquí no es la respuesta, sino que sea una.
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