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No arriendo la ganancia a quien le ha tocado gestionar la pandemia. Una cosa es lidiar con las dificultades que van de serie cuando alguien accede a un alto cargo, y otra enfrentarse a un cataclismo inédito del que se desconoce todo. Aquel fue precisamente ... uno de los argumentos recurrentes cuando los contagios eclosionaron y todas las restricciones eran pocas para atajar una hemorragia sanitaria y social tremebunda: no había un manual de instrucciones para saber cómo actuar. La obviedad resultó perfecta para excusar los errores y ponerse una medalla en cada acierto. También ejerció de parapeto ante la opinión pública, que pese al dolor inmenso acató cada confinamiento, tantos recortes, y en los primeros compases hasta generó cierta empatía para con los encargados de decretar decisiones drásticas pero imprescindibles. Cinco olas después, un conomiento más exhaustivo del COVID y la inmunización generalizándose, aquel primitivo razonamiento está tan desgastado como su sustituto: el que hace responsables de lo que suceda a cada uno de nosotros, descargando a la administración de su obligación de implementar las medidas precisas según los criterios marcados por ella misma. Ni la mejora de los datos ni el tiempo transcurrido pueden validar una cosa y la contraria. Que se apele a normalizar la vida, pero afrontarla a la vez con recato por el riesgo latente; que se invite a disfrutar la fiesta, pero sin exceso; que San Mateo trate de edulcorarse, pero siga alimentándose el afán de celebración. La moderación se ha demostrado que no es el fuerte de una parte de la sociedad y la responsablidad real empieza por quien la reclama.
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