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No le dé vergüenza reconocerlo. También usted es humano y su paciencia quebradiza. Confiese que cuando se decretó el confinamiento encajó la noticia con una mezcla de sorpresa y escepticismo; hasta se le escapó media sonrisa reenviando chistes sobre el virus que ya han perdido ... toda la gracia. Entre los suyos malició que aquello era cosa de bárbaros, que aquí nunca podría ser ni remotamente parecido. Asumió el aislamiento como el sucedáneo de unas vacaciones sobrevenidas y, después de cargar el carro de la compra hasta arriba, se hizo con una de esas aplicaciones que prometen ponerte en forma haciendo cuatro abdominales en el salón de casa. En su ingenuidad, en algún momento del comienzo del todo el teletrabajo le pareció la repanocha para cumplir su jornada laboral. Incluso creyó que el tiempo perdido en trámites fútiles podría reinvertirlo durante estas semanas en su familia e hincar el diente a esa pila de libros que las obligaciones cotidianas le impedían hasta entonces empezar a leer. Pero lo días transcurren, los plazos se alargan y las buenas intenciones se erosionan. No se flagele por tener una mente de arenisca en vez de granito. No tenga miedo a gritar que hay ratos de flaqueza en que los nervios le pueden. Que detrás de los visillos mira con envidia al perro que en cada paseo toma más el sol que usted en todo el verano. Cuando se desahogue, piense que esa debilidad es razonable y sobreponerse, un heroísmo cívico. Que su energía intermitente es constante en los que siguen en primera línea en residencias, en hospitales o en la panadería del barrio.
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