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«¿Nadie más como vapuleado por la resaca de un tsunami de tristeza del que nadie habla y que algunos días no te derrota sino que directamente te arrasa?». Lo escribe Alberto Soler en Twitter y, automáticamente, le llueven los likes. Sí, hay muchos vapuleados ... ahí fuera. Y más un domingo por la tarde, cuando se publica el tuit, justo a la hora en la que estamos tirados en el sofá, vencidos, asténicos como una damisela decimonónica, aburridos frente a una película idiota, agobiados porque ya sentimos el aliento del lunes en la nuca. A pesar de eso, Soler lleva razón: la resaca que sufrimos es de tristeza, no de alcohol. Por eso resulta, aún, más devastadora, porque no hay fiesta a la que echarle la culpa. Y porque nos está durando meses. Es la resaca más larga de la historia.
Los ricos, en cambio, no tienen ese problema. Ni ese ni muchos otros, claro. Ellos se montan una fiesta cuando quieren, donde quieren y con quien quieren. Una fiesta de los locos años prepandémicos, sin mascarilla ni distancia social ni limitación de asistentes, pero con canapés, cócteles hawaianos y pruebas rápidas del Covid, que si hay que invitar a un médico para que haga un test a los invitados, pues se le invita. Y no contentos con eso, y orgullosos de su sentido de la responsabilidad social, suben las fotos a sus redes y dicen que no nos preocupemos, que todos han dado negativo. Madre mía, las cabezas. Mientras, tú tienes que conformarte con tomarte una copa de vino mientras preparas salmón al horno y montarte el sarao en casa, sola, como si fueras una bibliotecaria noruega. La fiesta terminó, sí, pero solo para unos cuantos. Para los de siempre. Lo peor es que ese es el menor de nuestros problemas.
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