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Aborrecer es peor que renegar. El aborrecimiento es intestinal; permanece en tu interior, macerándose entre secreciones, hasta que acaba provocándote una diverticulitis. El reniegue, en cambio, es la externalización de la aversión: sueltas maldiciones por la boca y te quedas tranquilísimo. Por eso, cuando se ... acerca la Navidad, reniegas como un descosido. O como una descosida, en mi caso. Un clásico. Como escribía Ignacio Peyró, «si cada época ha tenido su modo de vivir las navidades, quizá el propio de la nuestra sea la complacencia que mostramos al detestarlas».
Pero, justo este año, el año en el que todo juega a tu favor para pasar tu Navidad soñada (en casa, solo, sin comidas familiares ni aglomeraciones en centros comerciales), reniegas porque no puedes celebrar unas fiestas que siempre has detestado. Este año, justo este año, te apetece quedar con tus primos segundos, cenar con tu tía Paquichelo, pelearte por la última Nancy Controladora de Planta para regalársela a tu sobrina y cocinar pavo para veinte. Por apetecerte, te apetecería hasta sentar a un pobre a tu mesa, como en 'Plácido'. O a un vecino separado. Y mientras buscas en el fondo del armario el jersey de renos que te regaló tu tía Paquisol, la hermana pequeña de Paquichelo, te sorprendes esperando a que hoy termine el Consejo Interterritorial para saber con cuántos miembros de tu familia vas a poder reunirte en Nochebuena. Este año, justo este año en el que el mejor regalo es regalar seguridad a los que queremos (creía que era el eslogan de una empresa de alarmas, pero no, la frase es de Pedro Sánchez), es cuando te entra el espíritu navideño. Porque, en el fondo, lo tuyo es otro espíritu. El de llevar la contraria.
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