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Yo siempre he tenido una potente intuición para detectar estados de ánimo colectivos. Observo las atmósferas y huelo en el aire lo que arrojará la campaña electoral, y me bastan diez segundos en un bar para saber si hay que quedarse o hay que largarse. ... No acierto siempre, pero ya me pasaba aquellas tardes en el colegio cuando a veces notaba esa energía animal antes de que entrase por la puerta el profesor de inglés y vaticinaba para mis adentros cómo iba a transcurrir la clase, que acababa sin remedio con bolas de papel volando por los aires, vocerío, escándalo de pupitres golpeados contra el suelo y cuatro o cinco expulsados al pasillo. Una vez que se produce ese milagro y se abre la rendija por la que se pueden ver los destellos del futuro es inútil hacer nada, como cuando el Bernabéu se conjura y se condensa esa electricidad inexplicable y todo el mundo sabe lo que viene: un río al que hay que lanzarse para que te arrastre y en el delirio disfrutar de la remontada.
«El aire estaba pesado. La primavera ardía como en otras partes el verano», dice Adriano en sus memorias. La frase sirve para este tiempo en el que los vencejos hacen sus acrobacias y sus quiebros a última hora de la tarde, pájaros enloquecidos volando sobre una ciudad que a esas horas abre sus terrazas y avenidas para que se desparrame en ellas una masa en estado de total agitación. La pandemia es un recuerdo, una piedra lanzada a un pozo lleno de agua que ni siquiera hace ruido al llegar al fondo, y las ganas de salir y disfrutar afloran en todas partes con una contundencia abrumadora. Lo noto yo y lo nota todo el mundo que haya paseado estos días bajo el sol de mayo en un Logroño radiante inundado de vecinos, turistas, parejas adolescentes besándose en plena tarde y esas cuadrillas de despedidas que desembarcan en La Rioja como cruceristas en Venecia. Hemos mirado por la rendija y hay que dejarse arrastrar por el río para disfrutar en el delirio de un verano que habíamos soñado mil veces en esas tardes largas y lúgubres del confinamiento. Lo dijo Facundo Cabral y a mí me gusta volver de vez en cuando a esa frase: «El paraíso no estaba perdido, estaba olvidado.»
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