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En esta vida y en este país, todavía puedes negarte a algunas cosas: a las vacunas, al queso de cabra en la ensalada o a las películas dobladas. Puedes negarte, incluso, a votar. Pero no puedes negarte al verano. Es como ser negacionista de Hacienda. ... O de Esperanza Aguirre: cuando menos te lo esperas, te aparece disfrazada de mariposa cantado en francés.
Quieras o no, ahí está el verano. Implacable, tórrido, inhumano. Obligándote a sacar tus vergüenzas a pasear. Y tú, esclava del clima, vas y las sacas. Y te ves pálida y fofa, y te dan ganas de ahogarte cada vez que te encuentras con el de contabilidad en la playa, que tenemos ocho mil kilómetros de costa y el desgraciado de Antúnez ha venido a veranear al mismo sitio que tú. Y que una, al contrario que Melanie Griffith en 'Armas de mujer', no tiene ni una mente para los negocios ni un cuerpo para el pecado. Bueno, para un pecado sí: el de la gula. Así estamos.
Puedes odiar el verano, y los mosquitos, y el sudor, y las verbenas, pero acabarás lleno de picaduras, cocido en tu propio jugo y sintiendo cómo el cantante de la Orquesta Tentaciones te taladra el oído a las dos de la mañana perpetrando una canción de Nino Bravo. Puedes seguir protestando mientras sueñas con un verano en Balmoral y paseos por la campiña con chubasquero y botas de agua, pero no eres Isabel II, ni siquiera uno de sus corgis. Por eso, ante el verano y su aplastante superioridad meteorológica, no cabe más que dejar de darse aires de lady inglesa y sucumbir ante lo inevitable, rendirse al calor y a las chanclas, embadurnarse de crema y tumbarse al sol, «otro acto mínimo que casi no es ni acto», que escribe Iñaki Uriarte en sus 'Diarios'. Y pedirse otra cerveza.
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