«Tú pides marcha y mi cuerpo pide guerra». Lo cantó Luis Pastor un día que quiso ser moderno y lo tarareo yo un día en el que piden marcha tu cuerpo, el mío y el del tipo que mueve la pierna mientras hace cola ... en la carnicería con los cascos puestos. No tengo ni idea de qué oye, pero simpatizaría con él aunque estuviera escuchando a Taburete.

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Estamos que nos bailamos encima, y se empieza a notar. Un baile de jubilado, eso sí, de abuelo que ha sufrido una luxación de cadera y al que aún le da un poco de aprensión lanzarse a la pista a marcarse un pasodoble en la boda de su nieta mayor. Andamos con el miedo detrás de la oreja, que si antes el futuro ofrecía pocas garantías, ahora no ofrece ninguna: en los horizontes cercanos ya asoman la fritura variada, el vino blanco y el bronceador de coco, pero le damos al botón de confirmar la reserva de hotel con el mismo sentimiento con el que cogemos un bikini para probárnoslo, entre la esperanza y el temor.

No sé si, cuando pase lo que estamos pasando y nos quitemos las mascarillas, tendremos la cara de incredulidad permanente de Luis Ciges o habremos recuperado las sonrisas iluminadas por el blanqueamiento dental; no sé si volveremos a las fiestas multitudinarias o seguiremos reuniéndonos en pequeños grupos de conspiradores más o menos necesarios, si los pinchazos sobre hombros tatuados, o caídos, o estrechos, serán capaces de devolvernos toda la alegría que dejamos en los hospitales y en las casas. Tampoco sé si este intento de remake del verano de 2019 va a salir bien, que me viene a la cabeza la versión que se hizo de 'Ben-Hur' y me entra un sudor frío por el cuerpo. Pero qué ganas tenemos de irnos a recorrer el mundo. Aunque sea en cuadriga.

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