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Hace unos días asistí a unas jornadas sindicales que trataban sobre la repercusión de la tecnología en el futuro del trabajo. Expertos en la materia pusieron sobre el tapete cuestiones tan interesantes como la inminente reducción de empleos y la necesidad de una cualificación profesional ... para el relevo generacional. También se reflexionó sobre la grave precarización de la juventud y la feminización de sectores como la limpieza o los cuidados. En la pausa para comer me senté al lado de una mujer de unos 40 años que, según me explicó, estaba afiliada desde muy joven a Comisiones Obreras. El sindicalismo le venía de familia, su abuelo y su padre habían sido ferroviarios y luchadores incansables por los derechos de los trabajadores y trabajadoras. Naturalmente comentamos los contenidos de las charlas pero, sin darnos cuenta, pronto dejamos atrás los algoritmos y las transiciones sostenibles para hablar de cuestiones más cercanas. Ella estaba especialmente preocupada por la convivencia con su hijo de 15 años. A causa de esto pasaba muchas noches sin dormir pensando si lo que hacía era correcto, porque según el muchacho era más exigente y severa que las madres de sus amigos. También me relató que ahora, en verano, estaba un poco más tranquila pero que durante el curso escolar estudiaba con el hijo y podría haberse examinado de cualquier asignatura. Yo le conté que mi hermana Ramoni y su hijo Gael vivían una situación similar y que todas las familias pasamos por algo parecido con los adolescentes. Recuerdo perfectamente ese temor a que mis hijas no salieran adelante. Esta obsesión me viene de mi madre porque, como ya les he comentado a ustedes en alguna ocasión, ella se esforzó mucho para que mis hermanos y yo estudiáramos y nuestra vida fuera mejor que la suya. Mi compañera me relataba que lo peor de todo era cuando su hijo terminaba las discusiones con la frase de que él no pidió venir a este mundo. Además me confesó que se sentía muy culpable por el tiempo que dedicaba al sindicato, ya que lo compaginaba con su trabajo y sus tareas familiares.
Entonces me acordé de algo que había oído con motivo de la muerte de la reina de Inglaterra. Alguien dijo en una tertulia televisiva que esa señora había sido mejor reina que madre. Pensé en lo que me decía mi reciente amiga, en si ella era mejor sindicalista que madre. Me pareció que la comparación no tenía lugar. Lo primero porque Isabel II era la mujer más rica del mundo, con una fortuna por encima de los 17.000 millones de euros. Lo segundo porque la recientemente fallecida pertenecía a una estirpe de parásitos que desde hace siglos se enriquece con el sufrimiento y la explotación de millones de personas, pasando por la violencia y el tráfico de esclavos. Sin olvidar escándalos vergonzosos como la corrupción de menores de su hijo menor o la evasión de impuestos en las Islas Caimán.
En contraste a todo eso me fijé en mi compañera sindicalista, que mantiene a su familia con su salario y el de su marido, que quizá no le deje a su hijo una gran herencia material. Pero que, dicho sea de paso, con su ejemplo de lucha y solidaridad para mí es la reina de la decencia.
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