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Son poco más de las once de la noche. En un rato terminaré de escribir este artículo, lo entregaré y las luces de la Redacción se apagarán. Me da miedo que llegue ese momento. Siento la misma angustia que quien se esfuerza inútilmente en que ... el sueño no le venza ante el temor a tener que soportar una vez más la misma pesadilla. Solo que lo mío es peor; mi pesadilla me alcanza cuando estoy despierto.
En mi pesadilla salgo del periódico y hace un frío violento de marzo. Me levanto el cuello de la chaqueta y me dispongo a encender un cigarrillo que alivie un poco la tensión acumulada durante las horas de trabajo. Entonces acciono el rudimentario mecanismo del mechero y el chasquido que precede a la llama se escucha a un volumen extraordinario, rebota de la fachada de un edificio a la fachada otro, de un lado a otro de la calle, y llega a mis oídos convertido en un eco escalofriante. Es el eco de una ciudad cuyas calles se despliegan ahora ante mis ojos absolutamente vacías.
En mi pesadilla avanzo por esas calles con un estupor profundo. Son las calles de siempre, las que llevo décadas recorriendo rutinariamente y que conectan mi vida laboral con la doméstica, pero ahora resultan extrañas y fantasmales. No hay nadie. No se oye nada excepto mis pasos y llego a preguntarme si no será todo una gran broma de mal gusto, si alguien no habrá levantado un decorado de ciudad en cartón piedra para calibrar la cordura de mi respuesta a semejante disparate. Me saca de estos pensamientos una luz azul alucinógena que se aproxima. Se ve desde muy lejos. Es una patrulla policial. Viene noche tras noche a pedirme explicaciones sobre mi existencia con un grado de cortesía variable en función de los agentes con los que uno se tope. Me pongo nervioso. Sé que no estoy haciendo nada malo pero las películas de Hitchcock me han enseñado a desconfiar de los policías y que ser inocente no siempre le evita a uno el verse metido en unos líos de mil pares de cojones. Así que le enseño a los agentes con mano temblorosa el justificante que me demandan. Todo en orden. Nos damos las buenas noches.
Avanza mi pesadilla, o avanzo yo a través ella, y mientras sigo caminando por las entrañas de un Logroño envasado al vacío bailan mazurca en mi cabeza los datos del día: el número de contagios, la tasa de incidencia, la cifra de muertos... Estoy llegando a casa y me invade un desánimo tan puro que resulta aterrador. Como cada vez, el tránsito de un lugar a otro de la urbe es asimismo el tránsito de un lugar a otro de mi estado de ánimo. Voy a gritar de tristeza pero por alguna razón no puedo; estoy tan mudo como mi propia ciudad. Ya solo quiero meterme en la cama y que el sueño me despierte de la pesadilla, la pesadilla de marzo que está a unos minutos de volver para acompañarme en octubre. Qué vida.
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