He visto espumillón azul en una cafetería justo al lado del trabajo y ha sido un acontecimiento porque ahora hay otra clase de adornos y en casa no lo ponemos. Ha desparecido de la caja de la que emergen cada año las figuras del Belén, ... las estrellas y las bolas para el árbol, y esa extinción es el símbolo del cambio de paradigma estético de una España que en estas fechas quiere ser a toda costa el escenario de una película navideña de Antena 3; es imposible luchar contra Mariah Carey y su imperio rutilante de luces LED made in China.

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Ayer fui a una tienda en Avenida de Colón y también estaba decorada con tiras de espumillón rojo. Estuve un buen rato ahí dentro mientras me hacían una copia de la llave del buzón, yo miraba esas cintas navideñas y de golpe fui otra vez a casa de mis abuelos donde colgaban aquellas lianas brillantes por paredes, puertas, lámparas y armarios, y volví a ese instante de la noche en el que mi padre, mi tío Ángel, mi madre o mis primos mayores cogían las tiras de espumillón para usarlas de bufanda o enrollarlas en las cabezas como turbantes y entonces toda la casa se convertía en un jolgorio radiante de risas, brindis, ruido de televisión de fondo y dulzor de mazapanes y turrón de chocolate por la boca. Los niños asistíamos felices a ese espectáculo, un poco como Truman Capote en su relato navideño, «saboreando los placeres de los conspiradores», porque éramos conscientes de formar parte de aquello y sentíamos el hechizo antiguo de trasnochar junto al fuego con el resto de la tribu.

A mí con el espumillón me pasa como a Proust con su famosa magdalena, lo veo y regreso a una Navidad de hace más de treinta años en la que están todos los que faltan: mis tíos, mis abuelos y mi madre con una sonrisa inmensa y un gorro de Papá Noel. Es un recuerdo bonito y nítido, ligero como el espumillón y que tengo encapsulado, protegido en algún lugar de mi cerebro, como dentro de una de esas bolas navideñas de cristal a la que se da la vuelta para que caiga la nieve.

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