Mientras miles de ucranianos salen atropelladamente del país con las maletas cargadas de miedo y desgarro, España sigue a la espera del retorno de su refugiado más distinguido. El rey emérito reside con placidez desde agosto de 2020 en Abu Dabi huyendo no de las ... bombas y la metralla, sino del reproche social y jurídico. Por supuesto, en unas condiciones tan opuestas a las que sufren quienes huyen de Ucrania que la comparación sonroja hasta la vergüenza. En lo que Juan Carlos I empata con otros exiliados es en la improbabilidad de la vuelta a su hogar. En el caso de unos por los misiles rusos que amenazan con devastar lo que han dejado atrás, y en el del padre de Felipe VI por la ristra de engaños y sablazos que cuelgan de su biografía como condecoraciones en la pechera de su uniforme de los domingos. La Fiscalía acaba de zanjar que el rey emérito defraudó entre 30 y 56 millones euros. No hay más preguntas, señoría. A ese nivel de corrupción, no es de extrañar que en cuanto Iñaki Urdangarin puso un pie en La Zarzuela se sumara a la fiesta del engaño y el mangoneo aprovechando su ingreso en ese mundo paralelo de buenas formas y malas artes. Los posibles delitos fiscales del refugiado ilustre estarían prescritos, sumando así una capa más al blindaje de esa medieval inviolabilidad con la que sigue paseándose a miles de kilómetros de donde debería rendir cuentas. No vale el comodín de que su legado institucional enjuaga su demostrada corrupción, ni el titular vacuo de que hace falta que dé explicaciones. Tiene una deuda con su propio país.

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