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Los diez años de pontificado de Francisco han roto moldes y supuesto un giro de timón en el Vaticano que se manifiesta no solo en las formas, sino también en profundos cambios en la orientación pastoral. Su apuesta por una Iglesia abierta, cordial, que acoge ... y no condena, «de los pobres y al servicio de los pobres» según sus propias palabras, que clama por un mundo más justo y contra los abusos de los mercados que figuran entre las «causas estructurales de la desigualdad» representa con nitidez la apertura de una nueva etapa con una fuerte impronta social en contraposición al rigorismo dogmático y la ritualidad encorsetada de las últimas décadas. Ese viraje no es ajeno al desplazamiento del centro de gravedad del catolicismo desde Europa y el hemisferio norte al sur del planeta. También responde a la necesidad de revitalizar la institución, lo que implica buscar complicidades en un mundo fuertemente secularizado en el que menguan su influencia social y la capacidad para atraer a las nuevas generaciones.
El esfuerzo del Papa por ofrecer una imagen de cercanía y humildad, por bajar del trono su propia figura, se inscribe en ese contexto. La tolerancia cero con la pederastia, su proximidad a las víctimas de esa lacra y la apertura hacia los homosexuales ejemplifican asimismo el notable cambio experimentado por la Iglesia, que ha puesto entre sus prioridades el drama de la migración y la ecología. Un proceso no exento de tensiones con los sectores más conservadores, recelosos ante la reforma de la Curia emprendida por Francisco para atajar el clima de nepotismo e intrigas que indujo a arrojar la toalla a Benedicto XVI y por el creciente protagonismo en las responsabilidades eclesiásticas tanto de mujeres –ya ocupan cargos de relieve en el Vaticano y en otros foros donde se adoptan decisiones relevantes– como de laicos.
El aire nuevo insuflado por el Pontífice con tiento pero mano firme ha modernizado la Iglesia católica y consolidado su condición de referente moral en un mundo en conflicto en el que aspira a situar la fe como nexo de unión, y no de separación, a través de un diálogo normalizado con otras religiones. Aunque los ámbitos más tradicionalistas han redoblado sus presiones coincidiendo con los problemas físicos de Francisco, sus reformas parecen a salvo con el diseño durante su mandato de un Colegio Cardenalicio que, en principio, garantiza una línea continuista cuando le corresponda elegir otro Papa.
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