Nacer para vivir para tener que trabajar para poder seguir viviendo para continuar trabajando para lograr sobrevivir hasta la muerte. Tal es el invariable esquema argumental de una biografía humana típica. De las dos condenas que Yahvé impuso a Adán y Eva cuando los echó ... del Edén, parir con dolor y ganarse el pan sudando, la epidural ha logrado burlar la primera, pero trabajar sigue siendo una maldición con cuya liberación casi todos soñamos, aunque en esto también hay clases.

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Los ricos no necesitan trabajar porque poseen un gran patrimonio, heredado u obtenido aplicando la infalible fórmula del éxito: talento + esfuerzo + suerte. En cambio, los de la clase media: asalariados, funcionarios y autónomos, convenientemente entrampados, pueden permitirse tener familia, piso, coche, salir de cena o de compras, ver series y cogerse vacaciones a cambio de una esclavitud laboral a tiempo parcial. Por su parte, los empleados y jubilados con un sueldo o pensión insuficiente no pueden independizarse y necesitan ayuda, privada (la familia) o pública para subsistir. Otros, de momento pueden sobrevivir sin trabajar, por habérselo ganado tras toda una vida laboral, por percibir un subsidio o incluso sin haber trabajado nunca, a pesar de intentarlo –'jóvenes sobradamente preparados sin empleo'– o porque ni se forman ni lo buscan –'ninis'–. Otros realizan un trabajo a tiempo completo no remunerado, como las tareas domésticas. Los pobres, en fin, son personas sin oficio, beneficio ni hogar, que sobreviven gracias a lo que antes se llamaba caridad y hoy solidaridad.

Dado que nadie hemos pedido nacer, y por tanto no somos responsables de existir, la obligación de trabajar para vivir (o, peor aún, de vivir para trabajar) es una condena injusta contra la que alguna vez la humanidad tendrá que rebelarse. Que todos los terrícolas tuvieran sus necesidades básicas (techo, comida y abrigo) cubiertas sin tener que trabajárselas debería ser un empeño revolucionario, universal y superador de los dos grandes sistemas económicos fracasados, el capitalismo y el comunismo, al cabo dos variaciones sobre un mismo tema.

Una Biblia después, el Hijo del que nos expulsó de un paraíso gratuito aseguró que si los pájaros ni siembran ni cosechan ni acumulan en graneros, pero el Padre celestial los alimenta, y los lirios del campo crecen sin hilar ni fatigarse, no deberíamos preocuparnos por el precio de vivir, ya que Él sabe lo que necesitamos. El problema es que el Dios omnipotente del Génesis es hoy un mastodóntico Estado de insaciable voracidad que se alimenta de los impuestos que genera el sudor de la frente de sus súbditos, así que por ahora ni soñar con esa revolucionaria reforma laboral pendiente. A currar, malditos.

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