Mi recuerdo más simpático de la biblioteca de San Millán
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Yo no he sido nunca lo que se dice un ratón de biblioteca. Más aún, la única biblioteca realmente seria que he manejado ha sido la del Seminario Diocesano, tanto en mis años de estudiante como en mis años de profesor. Una biblioteca muy apañada ... y más que suficiente para cumplir su función. Hay dos bibliotecas en La Rioja a las que yo he tenido en gran estima, y no precisamente porque yo las haya consultado. Han sido mis hermanos Claudio y Javier García Turza los que me han hablado entusiásticamente de ambas. El primero porque ha desarrollado su carrera científica en la dialectología del español y más en concreto en los orígenes del castellano del siglo XIII; y el segundo, por sus investigaciones de historia social de la Edad Media y la Edad Contemporánea. A ambos, y con toda objetividad, los considero más que capacitados para valorar lo que ambas bibliotecas suponen en el acervo cultural de nuestra patria chica, La Rioja.
Dicho esto que suena un tanto solemne, voy a contarles una experiencia que yo viví en la biblioteca del monasterio de San Millán. La he recordado estos días pues no en vano el pasado día 12 fue la fiesta del santo anacoreta Millán. En mi condición de secretario del Obispado he acompañado al obispo de turno en varias ocasiones en las que se recibía en el centro emilianense la visita de los reyes de España, don Juan Carlos y doña Sofía. Esta mujer se mostró en las cuatro ocasiones que tuve la oportunidad de saludarla como una mujer inteligente y una madre cariñosa. La primera vez me preguntó si vivía mi madre y al contestarle yo que sí, me dijo: «Déle un abrazo de mi parte». Parecerá una tontería, pero les aseguro que a mi madre no se lo pareció cuando se lo conté.
Pero volvamos a la biblioteca. Creo que fue con ocasión de la declaración de los monasterios de Suso y de Yuso Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO allá por 1997, cuando por un motivo que no recuerdo, hubo un cambio en el protocolo y de golpe y porrazo nos vimos en la biblioteca los reyes, el obispo, el presidente de la Comunidad y un servidor.
La reina pidió un documento del médico y teólogo español Miguel Servet. Trataba algo sobre botánica. Me pidieron que tradujera el texto del latín, cosa que yo hice gustoso. Admiré el saber de la reina. Y admiré el valor documental que allí había. Y ahora voy a lo que quería destacar, no digo como aviso a navegantes, sí como aviso a ignorantes. Todos esos tertulianos que pontifican de todo y apenas saben nada de nada, para los que la Iglesia, o mejor dicho la fe –hablan de oídas– viene a ser como el freno y la rémora de la cultura.
Veamos aunque sea a vista de pájaro. Los fundadores culturales de la Edad Media fueron Boecio, Casiodoro, Isidoro de Sevilla (arzobispo) y Beda llamado el Venerable (monje benedictino). La base del pensamiento occidental fue, y lo sigue siendo todavía, la tradición clásica que Roma pasó a la Iglesia cristiana, guardada en el arca del latín.
Esta forma latina del helenismo se convirtió en el fundamento de la cultura occidental y en una de sus principales energías creadoras que culminó con la síntesis que dio lugar a la teología cristiana.
A raíz de las invasiones germánicas, el logro del cristianismo fue preservar su patrimonio espiritual y cultural en Europa y convertirlo en elemento constitutivo de la nueva civilización. La cultura clásica se refugia en los monasterios, que la mantienen. De hecho, la tarea más monumental de los cenobios y que será su mayor patrimonio es la transcripción y recopilación del saber greco-romano y la cultura clásica en general. Difícil resulta pensar en cómo se hubiera dado el florecimiento cultural de la Baja Edad Media sin tener la colección de los clásicos por parte de los copistas. Sin los copistas –monjes– apenas habríamos sabido nada de los clásicos que caracterizan a los siglos XI y XII, siglos en los que la filosofía medieval asimiló los principios éticos y sociológicos de Aristóteles y los integró en la estructura del pensamiento cristiano.
Gracias a los monjes apegados a sus reglas brotaron nuevas corrientes de pensamiento y ¡atención! apareció el fenómeno de los fenómenos que fue, es y será la universidad. Las universidades se formaron principalmente de las escuelas catedralicias llamadas a dar una enseñanza superior.
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