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El yayo Tasio vive tan intensamente su soledad que no hace falta que le impongan restricciones sociales. Él es su propia burbuja, una unidad de convivencia en sí mismo. Solo yo altero ese blindaje frente al virus en contadas visitas a su casa, confinándome siempre ... en un extremo del salón. Desde allá nos hablamos lo justo y casi siempre a gritos no por la dimensión de la estancia que es muy modesta, sino por mantener la separación y lo desesperante que resulta conversar con una mascarilla en la boca. Por eso creía que Tasio rellena el tiempo que paso cerca de él viendo juntos alguna película. Aún conserva un vetusto vídeo y un puñado de películas en VHS que en su día regalaba el periódico los domingos al comprar un ejemplar. En apariencia las elige al azar, pero guardan un nexo en común. Da igual el género y la época. Todas las cintas están pobladas de gente que se cruza, choca, roza y se achucha. Con escenas colmadas de secundarios, calles abarrotadas, cafés en los que no cabe un alfiler. Personajes que se abrazan, besan y estrechan las manos. Actores que susurran al oído de otros actores, que intercambian fluidos, que se tocan la piel, que se alegran efusivamente al verse o se odian tanto que se estrangulan en callejones estrechos. Pero siempre cara a cara, sin guardar las distancias. El abuelo me confesó la última vez que el guión es lo de menos. La historia le importa cero. Solo las ve como un ejercicio de nostalgia. Para recordar cómo era todo antes de que todo fuera diferente y soñar que concluye este insufrible ERTE emocional que tiene hibernado el cariño.
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