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El reloj marca las ocho y al otro lado del balcón no se oye casi nada. Afinando el oído llega a lo lejos, desde algún edificio imposible de identificar, la melodía tibia de una gaita sin tamboril. Su tono tiene un eco de orfandad. El ... intérprete no cesa en su empeño, pero carece del coro de aplausos con el que durante semanas se ha rendido tributo al personal sanitario y otros héroes domésticos. Los infinitos prontuarios con las normas de desescalada que emite el Ministerio no detallan en qué momento obviar los agradecimientos. Algo debe decir sin embargo entrelíneas, porque hemos saltado sin transición a la fase del olvido. Los síntomas de contagio por solidaridad se han diluido. La inmunidad egoísta del rebaño rebrota. Los carteles de ánimo en el ascensor han desaparecido, ya casi no quedan arco iris con trazos infantiles en el cristal de las ventanas. En vez de aplaudir con las manos desde casa, nos hemos lanzando a andar por la calle con los pies. La petición de una paga a los sanitarios que han parado el golpe es ya un recuerdo vago y alguien riñe a la cajera de un supermercado porque en el anaquel de la leche no hay semidesnatada. Es hora de la normalidad. Aunque sea de segunda mano. Beber el vino que no pudieron descorchar los bares, comprar una novela confinada en las librerías, escuchar la música acallada. La responsabilidad está en lavarse las manos, pero también en hacer todo lo que dijimos que haríamos para que ni el consumo ni el espíritu decaigan. El gaitero es el único que sigue firme. La canción es la misma aunque ha cambiado. Donde el estribillo decía 'resistiré', ahora suena a 'recordaré'.
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