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Soy una planta de reciclaje, de principio a fin del día. De cara a su buen funcionamiento, me he provisto en casa de una batería de bolsas, a su vez reciclables, por supuesto. Su destino último es ser vertidas en el lineal de contenedores de ... mi calle, siempre dentro del horario previsto para la recogida de basuras; ni antes ni -mucho menos- después. Para que esto sea operativo he de atenerme a una rutina que -con ligeras variaciones- consiste en lo siguiente: distingo de entrada entre un tipo de basura de mañana, una basura temprana -producto en ocasiones del sueño o de su contrario el desvelo- y una basura de tarde-noche, que se va sedimentando por la dinámica cotidiana; ella sola, con las horas. Así, nada más levantarme tengo ya preparada una bolsa para depositar las pesadillas, otra para las sobras de televisión basura de la noche anterior y con el primer café otra para las primeras malas noticias que han dado en la radio y -si tengo tiempo de consultarlos en la tablet antes de marcharme al trabajo- los primeros indicadores macroeconómicos. Y todas estas bolsas las hago un atillo para evitar olores. No sin antes rescatar de otra bolsa anexa, donde arrojo los asuntos pendientes -que resulta siempre la más abultada-, algún asunto recuperable, que esté todavía en buen estado. En invierno la basura se conserva mejor, pero en verano, todo se estropea enseguida. Un asunto que era el día anterior, por ejemplo, no te dura para el siguiente. Y realizada esta primera criba, pues salgo a la calle. Con la mayor parte de la tarea por delante, claro, porque me queda a lo largo del día ir recolectando lo que vaya entrando. Material disímil entre sí, de muy diferente composición espiritual, que me veré desbrozando y distribuyendo en tan sólo unas horas; pero ya al regreso de la jornada laboral. Un material abundante; un botín entre el que se pueden hallar restos de errores (míos la mayoría; algunos sin abrir, incluso, que bien podrían ser aprovechados por otras personas, de las que rebuscan con un palo en el interior de los contenedores), de malos rollos (en buen uso), de mentiras (my manoseadas, éstas sí, pero que aún funcionan), de malos entendidos (nuevecitos, sin estrenar también), de estrés (abundante; da como para un par de personas), de olvidos (a punto de pasarse), de miedo (todavía muy radioactivo; la bolsa correspondiente la tengo que cerrar luego con cinta de carrocero), de palabras (de muchas clases; he llegado a habilitar bolsas específicas, dependiendo de su naturaleza, alcance y grado de deterioro), de momentos de tristeza (frescos) y de gluten. Vuelvo a casa, a eso de las ocho de la tarde. Con mucha mochila, como pueden suponer. Aún antes de cerrar el bolsín del día introduzco en otra bolsa un puñado de malos recuerdos, lo últimos adquiridos y los de siempre. Y es entonces cuando llega el momento de la verdad. A pie de calle. Ya advierto que el éxito no radica en recolectar, como Diógenes, sino en acertar con el contenedor en el que debe depositarse cada bolsa y no otra. Es importante no equivocarse en el protocolo, porque de equivocarnos se neutraliza el efecto deseado. Cada basura tiene su asiento. La cosa es fijarlo. Y aquí a cada cual le funciona una cosa. Yo, al contenedor rojo, el de los desechos peligrosos, tiro las bolsas con las mentiras y el miedo (al lado de los insecticidas y de los residuos infecciosos). Al azul (el del los periódicos caducados, el papel inservible y los folletos publicitarios) van las bolsas respectivas de las malas noticias y de los indicadores macroeconómicos. La de las palabras y la de los asuntos pendientes van al amarillo, por su cualidad plástica y no retornable (como las latas de bebidas con las que compartirán depósito). Las bolsas de errores varios y la de los momentos de tristeza, juntos de cabeza al gris, el que contiene el material biodegradable (en la esperanza de que tanto los errores cono la tristeza se biodegraden, sin llegar a provocar efectos contaminantes). La bolsa con los olvidos va al verde, que es el propio del vidrio (con el que está fabricada la memoria). Y, por último, el estrés y el gluten al naranja (el de la cosa orgánica y los huesos). Entonces, y oyendo ya al final de la calle el rugido de los brazos del camión de la basura, me pongo delante de la secuencia multicolor de los contenedores y aprecio en ellos la totalidad de cubiletes de mi parchís cotidiano. Y confío en que cuando todo lo depositado en ellos fermente adecuadamente se transforme en energía limpia y renovable. Amén.

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