Rechazar a Dios es sinónimo de desprecio del hombre. Veamos por qué.
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Ante cualquier exigencia, sea esta personal o colectiva, siempre ha habido mucha presión o tal vez sea más exacto decir mucha contradicción, por parte de los individuos y por parte de las instituciones. ... Las exigencias que impone el vivir en sociedad –desde las simples normas de educación hasta la obligación de pagar impuestos–, en cuanto nos parecen abusivas (y a veces los son) nos las saltamos, y lo hacemos tan ricamente.
Es curioso constatar, al menos a mí me lo parece, que a día de hoy la Iglesia católica a la hora de mostrar exigencias de manera concreta y perentoria lo hace mirando al orden natural de las cosas frente a la insensatez y bobería imperante. Me explicaré mejor. Somos los cristianos –la confesión católica– a los que ha caído en suerte la salvaguarda de lo que calificaríamos de puramente humano y elemental.
Yo no he sabido nunca de ninguna manifestación montada por católicos para defender el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen o para defender la necesidad de confesarse antes de comulgar, si se ha pecado gravemente. ¡Nunca! El argumentario de los católicos –hoy y ahora– no versa acerca del precepto dominical de oír misa el domingo o sobre la liturgia propia de los sacramentos. ¡No! Si salen hoy los católicos a la calle es para defender la vida humana, toda vida humana, desde la concepción hasta la muerte natural. Por eso sí se sale a la calle. O para defender el amor de uno con una para siempre, tal como estableció Jesús reiteradamente y como parece lo más lógico y natural. O para defender algo tan obvio y tan sencillo como el cuidado amoroso de los padres para con la educación de sus hijos, que son fruto de su amor, se ponga el Estado como se ponga.
¿Será esta la razón que sustenta tanto rechazo y aun odio –sí, odio– a la Iglesia católica? Yo siempre he defendido con uñas y dientes la dignidad no solo de la humanidad así en general, sino la dignidad de cada uno de los hombres y de cada una de las mujeres que hay en el mundo porque son un bien en sí mismos.
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Y son un bien entre otras razones porque los seres humanos, todos, somos y son imagen de Dios, el mayor bien que se puede imaginar. De ahí que el odio a Dios se transforma y se concreta en desprecio al hombre. Rechazo que justifica el exterminio de los más débiles, tal que el concebido y no nacido (al aborto lo llaman con un eufemismo barato interrupción voluntaria del embarazo, no lo llaman crimen como sí lo hace el Papa) o del anciano y enfermo terminal que ya no proporciona ninguna utilidad, y al que se encamina hacia el suicidio asistido (echen un vistazo a lo que sucede en Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo, Canadá o Nueva Zelanda).
Resumiendo, el rechazo de todo lo que haga referencia a Dios se concreta en la elaboración de leyes absolutamente injustas que no solo son incapaces de detener el mal sino que lo establecen, lo reafirman, de forma clara y total. ¿Y qué pasa como consecuencia de esa manera de actuar? Que avasallan y tiranizan a los que hacen el bien. Y ¡ojo! estaremos atentos a ver lo que pasa con el personal sanitario que objete en conciencia ante tanto crimen y tanto despropósito.
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Hace unos días, una tal Paula Badanelli –totalmente desconocida para mí y seguro que para mis lectores también– tuvo una intervención en un pleno del Ayuntamiento de Córdoba que realmente me ha dejado con la boca abierta.
Me da igual a qué partido pertenece y representa esta mujer. Yo no soy de ningún partido y si rezo por los políticos, por todos, es con el fin de lograr de Dios el milagro de que miren y se preocupen de verdad de los problemas reales del pueblo, no de los egos y las boberías de sus señorías y de las formaciones que nos mal gobiernan.
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Esta señora, después de hacer toda una defensa de la vida, concebida y no nacida, con vehemencia y claridad, terminó su intervención rezando un avemaría. Me ha dado una gran alegría porque de alguna forma contrarrestó la melonada grosera del portavoz de Esquerra en el Congreso, Gabriel Rufián, cuando el pasado mayo afirmó, entre otras bobadas, que «los católicos» (1.300 millones en todo el mundo) creemos «en serpientes que hablan, en palomas que embarazan y que las mujeres salen de la costilla del hombre». ¡Toma del frasco!
Señora Badanelli, ¡chapeau!
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