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Supongo que sentirá el corazón en su pecho como un caballo desbocado. Supongo que dejar de hablar con monosílabos para volverse verborrágico, comentando las noticias por encima de las voces de Piqueras, Blanco o Vallés, es fruto de la pasión adolescente. Supongo que interesarse por ... todo, criticarlo todo, cuestionarlo todo, cuestionarnos a todos, es propio de los diecisiete. Y lo supongo por lo que recuerdo de mí misma, porque ya hace tiempo que solo siento el caballo galopando a golpe de ansiedad, no de entusiasmo rebelde.
Dice Mary Beard que el trabajo de los jóvenes es desafiarnos. Y lleva razón: el mocerío tiene la obligación de ponernos contra las cuerdas, de apretarnos las clavijas, de ir a la vanguardia de la sociedad, de romper con lo establecido. Mientras, nosotros, temerosos porque alguien discuta nuestra forma de vida, nos defendemos echando manos de los mismos tópicos que sufrimos en nuestras tiernas carnes: que son muy jóvenes, que han de madurar y que cuando sean padres comerán huevos; el refranero español, siempre al rescate cuando no sabemos por dónde tirar. Y ellos, desafiantes, se revuelven contra nuestra condescendencia, que es uno de los pocos recursos que tenemos para desdeñar sus argumentos y evitar plantearnos si este sistema que hemos construido no está para ponerle una bomba. El único consuelo que nos queda es que hay sistemas peores. Mucho peores.
No seré yo quien les diga que el día que dejen de cuestionarlo todo será porque han acabado aceptando demasiado. Eso sí, harta estoy de no poder ver un informativo tranquila, que ya se podía ir a dar la paliza a Twitter como cualquier hijo de vecino. Pero la rebeldía juvenil no es compatible con el silencio doméstico.
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