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Por si hay una pregunta en el aire: no, no hemos salido mejores del confinamiento. Para muestra, un botón. O seis, o nueve, que no sé cuántos llevaban en total los vestidos que han causado una gresca de tal calibre en un probador que tres ... mujeres han terminado en el hospital. Las rebajas las carga el diablo, que por algo viste de Zara.
En rebajas, una entra en la tienda como quien acude a besarle los pies al Cristo de Medinaceli: con mucha fe y rezando por lo bajini. Que encuentre algo. Que me entre. Que no me marque lo que no me tiene que marcar. La oración pagana en la cola del probador. Las monjas nos decían que no nos servía de nada pedirle a Dios que nos ayudara a aprobar si no habíamos estudiado lo suficiente. Pues eso: que si me he saltado más la dieta que José Manuel Soto el confinamiento, no sé cómo pretendo que me quede bien una falda plisada, por muchas velas que le ponga a Nuestra Señora de las Gangas. Milagros, a Lourdes. O a la clínica de estética.
Pero las rebajas ya no son lo que eran. No hay trapos tirados por el suelo; la ropa está en su sitio, ordenada y organizada. «Lo que no se vaya a llevar lo deja perchado para su posterior higienización», me dice la dependienta con la voz robótica, la cara ojerosa y el dedo en el gatillo del desinfectante. Y yo, obediente, lo dejo todo bien colocado y salgo del probador cabizbaja, sin un chollo que llevarme a la bolsa, sin un vestido que exhibir como un trofeo de caza, sin un hato del que presumir diciendo lo baratísimo que me ha salido. Pero, antes de abandonar la tienda, pillo un bolso al vuelo. Tocada, pero no hundida. Y mira, pantalones de pijama a 5'95. Cojo tres. Algo habrá que ponerse durante el próximo confinamiento.
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