La investidura de Carles Puigdemont como presidente del Consell para la República, una suerte de pretendido gobierno de los independentistas catalanes paralelo a las instituciones autonómicas que comandan otros secesionistas con Pere Aragonès al frente, evidencia hasta qué extremo el separatismo más radicalizado se ha ... situado fuera de la realidad. No ya de la de Cataluña, que ha ido enfriando las pulsiones de ruptura por la pandemia; las divisiones incesantes entre ERC, las sucesivas marcas de la extinta Convergència, la CUP y las organizaciones del independentismo social; y el agotamiento de una sociedad fragmentada y exhausta tras una década de pulso con el Estado constitucional. La escenificación organizada ayer para mantener viva la llama de la secesión y la proyección –menguante– de Puigdemont refleja una ensoñación incompatible con una Europa obligada a rearmarse en su unidad y cohesión fundacionales para hacer frente al inaceptable desafío de Putin en Ucrania. El simulacro nucleado en torno al expresident huido en Waterloo, con el inquietante eco de las simpatías hacia Rusia, apenas encuentra quien le devuelva la mirada en el espejo de la Cataluña plural y realista y menos aún en la UE que se defiende hoy a sí misma.

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