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Ya es tradicional en el calendario de nuestra intrahistoria dedicar cada 23-F a buscar secretos sobre el 23-F. Como para otras fechas se hacen rosquillas, se monta una romería o se bendice algo. Llegado el 23-F, periódicos, tertulianos y ciudadanía en general ... nos dedicamos a un concurso de ingenio y conspiromanía. Desde el punto de la mañana. Raro es que te encuentres con alguien, en el café o en el semáforo, que no ha desclasificado una ocurrencia o una teoría al respecto. Y al final de la jornada, si sumáramos todas las verdades ocultas sobre lo que sucedió, aquel día de autos (más bien de autobuses, pero ahora voy con eso) no hubiera habido 23-F suficiente para darle salida a todas.
No hubo tantas horas para tantas tramas. Ni horas, ni... gabardinas, ni coches de línea, ni figuración, porque la asonada anduvo muy corta de utilería: apenas una gabardina de segunda mano y una flotilla de buses gripados. Todo comprado con la herencia de una tía lejana. Esto es lo que se ha sabido por los 'extras' de la edición especial de la efeméride, en su cuarenta aniversario. A mí, de todo lo oído hasta el momento, me parece el relato más verosímil. No hay secreto de Estado que pueda desbancar en verosimilitud a este cordel de patetismo y esperpento que anuda la rebotica del golpe. Además, es que todo casa. El tercer acto de la función con el primero. La épica de aquel asunto era de un baratillo subido. Fue una operación con logística del Rastro. Literalmente. Ahora se entiende.
Tú ves ahora a aquel Tejero encajándose el tricornio de don Friolera encaramado a la tribuna, con el pistolón en ristre y vocingleando al hemiciclo con voz de Tejero, y cada detalle se corresponde y encaja con el sumario de los antecedentes, que este martes desgranaba la prensa (véase 'El País' del día).
Por lo que se cuenta, cuando la cosa comienza a alucinarse con elefantes blancos (como en Dumbo, pero blancos en vez de rosas) Milans le dice a Armada que Tejero es imparable. ¿Y cómo se explica lo 'imparable' de Tejero? Pues está claro, y nada tenía que ver con erradicar de España el marxismo, sino para intentar buscar un desenlace honorable y doméstico para una novela que ya había ingresado hacía rato en otro género: una cadena de episodios bajunos de una sordidez tan refinada que no le encuentro parangón más que en el folletín, en el sainete o en la crónica negra.
Tema para Carrere, Mesonero Romanos o Neville. Ahí es donde el coronel Antonio Tejero pilla personaje. Y serie. Cómo iba a parar al final un tipo que –resumo la secuencia episódica– había llegado hasta allí tras –y aquí se sustancia el motivo del tejerazo, el tejerazo es esto, saldar, redimir esto– haber tenido que falsificar, en capítulos anteriores, la firma de su propia esposa para comprar con los tres millones heredados por esta de una tía fallecida más tres pagas que él, por su parte, pide adelantadas, seis autobuses de tercera y engañar al abogado que va a gestionar dicha compra asegurándole que dichos autobuses son para una familia vasca que quiere, de esta manera, invertir por evitar el impuesto revolucionario –¿quién da más?, pues no acaba aquí–; y que luego, de cara a meter, medio disfrazados, en los buses a 288 números de la Benemérita se va –cabe suponer que con algún excedente del montante de pagas y herencia– a comprar al Rastro madrileño tantas gabardinas como números, mientras que, entretanto y durante semanas, se ha dedicado a merodear por los exteriores del Congreso haciendo fotos (¡eso tendría una exposición!) de sus puertas y ventanas, y que cuando –te quedas sin respiración, no hay escritor que vaya más lejos– le ofrecen un avión para salir del lío (del Congreso, del país, de la novela) dice que ni hablar, no por la honrilla de no salir huyendo, sino porque se marea en los aviones. Imparable. Llega un momento, claro, en que es insuperable el vértigo de recordarte regateando precio para comprar unas gabardinas de saldo para salvar España. Esto sí era el secreto inconfesable del 23-F.
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