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En los lejanos tiempos de la Transición, los nacionalistas catalanes, que entonces se conformaban con hacer posible lo imposible, popularizaron un eslogan muy coreado en manifestaciones y conciertos de Lluis Llach: «Volem l´Estatut». Traducido: «Queremos el Estatuto». Ergo, el Estatuto de Autonomía, que sanaría ... todos los males reivindicativos de los papás de Puigdemont. Con el paso del tiempo, aquel anhelo se acabó por materializar y como se sabe el nacionalismo catalán viró a independentismo hasta transformarse en una bestia insaciable, según el modelo copiado a sus hermanos vascos: siempre quieren más. Su particular versión de la ley del embudo: lo ancho para mí, lo estrecho también. Un desiderátum que contrastaba con las pretensiones más contenidas propias de La Rioja y otras regiones menos desleales con el Estado autonómico: con un Estatuto normalito, de andar por casa, se conformaba el resto de españoles. Lo curioso es que, también mediados los años, ese nivel de conformismo todavía se rebaja. Por el Parlamento regional, luego del enésimo gatillazo con la reforma estatutaria, sus señorías se resignan. Y ya que no habrá Estatuto, al menos quieren una foto.
Sólo así se explica el fervor inusitado que mueve al Gobierno, y a los grupos que le apoyan (PP y Ciudadanos), por retratarse el próximo día 11 en San Millán (nada menos) aprobando el nuevo texto que alumbrará la ponencia parlamentaria un día de éstos. Allá penas si concita o no el consenso prometido en los albores de la legislatura, cuando la palabra consenso aún tenía sentido. Y allá penas que las Cortes Generales, que deberían sancionar el documento aprobado en el antiguo convento de La Merced, estén clausuradas. Y que todo papel que se remita a la Carrera de San Jerónimo vaya a ser papel mojado, que habrá que tramitar otra vez cuando hablen las urnas el 28 de abril. Negando la realidad, o forzando sus costuras para que se adapten a los prejuicios establecidos de antemano, nuestros representantes son auténticos expertos. Porque en realidad no se trata tanto de concordar entre todos un nuevo Estatuto que canalice las inquietudes de los riojanos y les guíe hacia una frontera promisoria, desbordante de bienes: ellos quieren su foto. Y la tendrán. En Yuso o en Logroño.
Porque ni los conciliábulos que protagonizaba ayer Francisco Ocón con Diego Ubis y David Vallejo ni los alambicados esfuerzos del PSOE por resistirse a ese plácido viaje primaveral al encuentro de los encantadores montes Distercios y el esplendor del valle del Cárdenas, encontrando siempre un problema a cada solución, evitará que los parlamentarios se retraten en una imagen que debería ser para la posteridad pero que se conformará con ingresar en la historia por la puerta de atrás: por la letra pequeña. No, no habrá nuevo Estatuto por más que haya foto. Igual que sus señorías concluyen su mandato fracasando en los otros dos griales a los cuales aspiraba esta legislatura que debería haber entronizado a la nueva política: ni se mejora el reglamento de la Cámara que evite sesiones tan plúmbeas como es costumbre cada jueves ni se reforma la ley electoral, de modo que se votará en mayo como se votó hace cuatro años, según los viejos usos, esos códigos que parecían destinados a ser superados. Cuando creíamos que el fin de la mayoría absoluta sería también el fin de ese modo de hacer política. La que sólo busca la foto.
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