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Llevamos dos meses escuchando que esto nos va a cambiar como sociedad. Ojalá, pero lamentablemente olvidamos muy pronto. Los buenistas auguran que esto nos va a transformar como humanos y que nos va a dejar una colectividad más solidaria, más capaz de valorar el esfuerzo ... de los demás, menos egoísta. Pero un solo día en la fase uno parece demostrar que cuando esto pase volveremos a olvidar la valía de los sanitarios, de los profesores, de la información fiable, de la tienda de barrio, de la cajera del supermercado, del que limpia la calle, del gasolinero, del vecino de enfrente, de quien cuida a nuestros mayores... Dudo mucho también que este virus sea capaz de mutar nuestras ciudades, de hacer que cojamos más la bici o que tengamos más zonas peatonales. ¿Y esas nuevas rutinas? Disfrutar de una tarde de lectura, jugar con los niños sin prisa, llamar a diario a la familia, hacer deporte en casa... ¿Cuántas mantendremos?
No ha habido que esperar a que esta epidemia acabe. Solo ha hecho falta que nos den la opción de pillar mesa en una terraza para tomar un vino para que nos olvidemos de aplaudir, de guardar las distancias, de llevar mascarilla... De que todavía hay muchos que están sufriendo en una cama de hospital. Que otros se la están jugando por nosotros. Sé que está permitido y me alegro por los bares. Pero es que el lunes Logroño salió en masa olvidando que la podemos fastidiar pero bien. Que algo esté permitido no significa que necesariamente haya que hacerlo.
Los aplausos debilitados son una metáfora de la desaparición de la sensación de peligro. Pero también del olvido de la gratitud. Todavía estamos a tiempo de interiorizar lo importante. De que algo cambie. Ganas de vino en una terraza y de abrazos hay muchas, pero para eso tendremos tiempo. Para aplaudir no nos queda tanto.
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